Comunicar, decía
Rafael Barrett, es expresar lo común. En este sentido, los dos grandes medios de comunicación de la humanidad son la guerra y la poesía. La guerra, con su creciente neutralidad tecnológica, generaliza la ruina, universaliza el instinto, destapa el olor salvaje y marrón que nos une a los perros, restablece –en fin– el cero vesánico contra el que una madre cose un vestido y un albañil coloca un ladrillo (y una lengua defiende un saludo). La poesía, a punto de perder su pugna eterna con la propaganda, amenazada por la distinción de los uniformes, sigue tratando “de cosas primordiales y convencionales”, si es que hemos de estar de acuerdo una vez más con
Chesterton. Poeta no es el que acumula más y más palabras para
expresar sentimientos privados e innombrables sino el que sabe liberarse de tantas como haga falta para desprender –de un solo golpe– imágenes comunes; el que sabe renunciar a lo que sabe para descargar en el aire una concreción compartida. O por decirlo con el poeta coreano
Ko Un (
Minerva nº 5, mayo de 2007), “el que retrata una porción máxima de universo con una cantidad mínima de palabras”. Mientras que la guerra comunica la unión que nos separa, la poesía comunica esa distancia que nos une y que de otra manera llamamos sencillamente
arroz (o pan o estrella o pez o espalda).
Hubo una gran guerra mal llamada Segunda y bien llamada Mundial que acabó –en medio de un gran resplandor inaugural– con todas las diferencias. Esa guerra
comunicó Alemania con Egipto, Francia con la India, Marruecos con Australia, Inglaterra con Corea y de alguna manera, después de ella, es más fácil traducir de unas lenguas a otras: hay parientes de muerte como hay parientes de leche y ese nuevo parentesco negro no tiene ya más límites que la especie. De esa Guerra Mundial y su olor perruno (que siguió y sigue azotando su país) salió baldado
Ko Un y contra ella tuvo que recorrer 10.000 vidas (título de uno de sus libros: Madrid, Verbum 2004) antes de agavillarlas todas en un poema. Nihilista suicida, monje budista, militante de izquierdas, Ko Un acabó por encontrar esas cuatro palabras coreanas que pueden traducirse a cualquier idioma sin necesidad de misiles y explosiones. Su antología
Fuente en llamas (Ourense, Linteo 2005) nos ofrece algunos ejemplos contagiosos. “¡La sirena del barco en la noche! / Quiero marcharme. / Pero arreglo el edredón de mi niñito / y lo arropo nuevamente”. Hay que ser muy coreano para ser
tan español. O también: “Un mosquito me ha picado. / ¡Gracias! / Estoy vivo”. Hay que ser muy coreano para ser
tan francés. O también: “Vivir, luego morir, es una cosa maravillosa, / pero de todo, / ¿no será sembrar lo más valioso? / Aun cuando esas semillas sean las de la maldad, / cuando la maldad crece, / los hombres verdaderos luchan contra ella; / y si esa pelea se extiende hasta el fin de la tierra / será espléndido”. Hay que ser muy coreano para ser
tan terrestre.
“Un poema sólo puede serlo verdaderamente cuando las cuestiones personales se solapan con las públicas”, dice
Ko Un en la revista
Minerva. Pero la guerra avergüenza y empequeñece a los poetas. “A menudo me pregunto qué hemos hecho los intelectuales por la humanidad y la respuesta es deplorable: prácticamente nada”. Este reproche da toda la medida de la grandeza y
de los límites de la poesía; también de la necesidad de custodiar en general los límites. La poesía es conservadora porque conserva la distancia que nos une y la posibilidad de traducirla; porque protege la palabra
arroz y su concreción compartida; porque desempolva y restaura de noche lo que las bombas (también las periodísticas) ensucian y destruyen de día. No es poco. Lo primero que destruye una guerra no es la verdad sino el lenguaje mismo. La guerra continúa. La poesía debe seguir su pista y levantar a sus víctimas. Porque la supervivencia es –hoy más que nunca– una cuestión de comunicación.
Presentación en Traficantes de "Leer con niños"