...Necesito crear un mundo objetivo que me nutra. Necesito crear mi propia fe, necesito incorporarme en un orden que me corresponda, en función de algo, por algo, para algo. De otro modo, el mundo invalidará mi propio mundo. Acabó de releer la frase -constaba en un volumen grueso del poeta Jaime Sáenz- y decidió copiarla. El Ateo Errante sintió que ese pensamiento, así tan fresco, tan poco rebuscado, reflejaba a la mímesis lo que a él le pasaba entonces. En efecto, estaba en un país ajeno (pero no era la primera vez) absolutamente reventado: sin dinero, sin trabajo, sin esperanza de irse y a la espera desde hacía un año, sin contactos en que apoyarse, sin sistema ni para vivir al día, sin luz ni gas ni reservas, con la renta y el teléfono atrasados, con empeños y créditos y promesas de pago, en suma, desplumado. Para peor en un lugar insólito, exótico, con odios ancestrales, periferia de un país muy pobre, con esquemas del siglo diecinueve, con un aura de mala fama en su nombre, con un sello de hereje en la frente, y sin embargo, pese a todo se negaba a arrepentirse. Se negaba a sentir culpa por haber nacido libre (se decía, y usaba la expresión nacido libre), por curioso, arrojado, por haber decidido siempre las cosas a su modo y ahora estar en esa red. En definitiva: seguía aferrado a su concepto de los actos, y por lo tanto esperaba confiado un cable a tierra.
¿Quién era el irreal, el mundo o él?; en eso estaba cuando sonó el teléfono. (Porque sí, en el fondo esperaba una llamada salvadora, mesiánica, de esas que aparecen en la ruina más ruin de todas, amigos que conocen que uno sigue a la deriva, a los manotazos como un ciego nuevo).
Era el Señor Diputado: se había salvado.
-¿Qué hacés, chanta?, ¿todo viento?, ¿qué acelga?, ¿cómo andamio?, tengo algo para que te salves.
En verdad, apenas escuchó el teléfono ya estaba seguro de que había zafado, de modo que prefirió responder relajado, como haciéndose el salvado, ya que siempre hay que mantener la parada (la frase es del Señor Diputado) y en consecuencia alzó la voz, habló casi agresivo, usando un tono seco, neutro, como si de veras ya estuviera salvado, atendiendo cinco o seis asuntos, como si el otro le estuviera robando instantes: como si él fuera el que lo salvaba al otro.
-Como lo oís; pero mejor te lo explico en vivo, así lo ves en detalle, que no es tan liso y llano, y le tiramos unos mates de paso; en media hora me caigo.
Casi coincidiendo con la colocación del aparato de fono, súbitamente se abrió la puerta de calle y entró el Chino Torcazo: -¿Qué onda, che? -quien apenas lo miró se dio cuenta de que había habido un cambio. Sí: los ojos otra vez estaban mansos, la frente se mostraba estirada, prolongada en una mirada dulcificada, sin patas de gallo ya, dilatándose en una sonrisa larga, fraterna, otra vez era el adolescente cuya primavera se anunciaba eterna, pensó el Chino, y acto
seguido sacó un billete de diez pesos y lo colocó encima de la mesa. El gesto valía por lo menos un millón, pero el otro lo vio haciéndose el que lo veía como un simple papel azul gastado, arrugado, un vacuo billete que servía nada menos que para café, yerba, dos hamburguesas, un buen kilo de
carne, singani, cannabis, tomate y/o lechuga y hasta una cerveza en el centro. Él, que apenas tres años atrás gastaba en un país vecino diez pesos cada diez minutos, dejá pago yo, qué querés tomar, que comía continuamente afuera, que viajaba y prestaba y hacía favores y se prendía en
todas…pero vino jodida la marea y había que despegar de nuevo, empezar de cero y para eso antes había que zafar: un golpe de suerte, algún certero azar, el fin de la mala racha; mientras tanto mirar el billete con la sangre fría de antaño, regla uno: no perder la parada.
Y arrimó los pies a la mesa, casi pisando el papel indiferente, como si le estorbara.
-Tiene que venir el Señor Diputado.
Sonrió espaciadamente el visitante, desplegando la enorme boca como un gato su cola, respingando el bigote ralo de chico de reformatorio; dijo se puede dar, a lo mejor con ese ladrón puede haber algo, hay que ver qué porción pretende.
Se fijó en un almanaque chiquito que había debajo de una vagina enorme, en el mismo afiche, y agregó faltan menos de quince días. En dos semanas habrá en esta ciudad un quilombo inenarrable, inolvidable, una histeria colectiva inaguantable, en todo caso un despliegue de la gran puta, con jailones del mundo entero y también indios de la última provincia, se van a requete sacar la mierda, hay que hacer algo al respecto, algo más que ir a vender cerveza, se tiene que dar, no puede ser tan perra la suerte. El Chino, paria nativo, lo palmeó, lo alentó, lo hizo reír un poco hablándole del evento, de las cosas que los lentísimos guajiros decían ahora de Guajira: “es la nueva Suiza de América Latina”, “Bienvenidos a Guajira, capital petrolera de América” (un cartel en la autopista: una ruta de tierra), “Guajira debe proclamarse república independiente” (como si fuera fácil, comentaba), y así un rato, hasta que despidióse anunciando
me voy del Cosaco, he quedado en llevarlo hasta la iglesia de San Pancracio para hablar con unas doñas que no se qué espejo les quiere vender; ya conoces el carácter que se gasta, mejor llegar a tiempo.
Al subir las gradas que lo instalaban en la oficina del Cosaco, Peyote producciones publicitarias y eventos, el Chino sabía perfectamente que a esa hora no lo iba a encontrar al Cosaco, que estaría la secretaria solita, esa que era un jamón, de modo que las subió deseoso o mejor dicho entusiasta; al abrir la puerta y oír que se detenía el teclado, se entusiasmó más todavía.
-Cómo le va, señorita Solange.
-Normal, señor Torcazo.
-¿No está el ingeniero? –preguntó seguro de que no estaría.
-Está en una visita. Hasta las cinco no regresa.
Entonces tuvo la certeza de que estaba sola, que no había ni seguramente habría ningún cliente a la vista, qué bien, de manera que la tomó del cuello y le metió la lengua en la boca, que ella abrió exageradamente, sin quejarse esta vez del sabor a hoja de coca; ella, por su parte, sabía a chicle de sandía, pero igual el Chino quitó la computadora de la mesa en un solo movimiento, dispuesto como quien dice a ajusticiarla, cuando de inmediato sonó el teléfono, me cago en la hostia, y la Solange fue a atender, y por si fuera poco, sonó también el timbre de la puerta. La Solange desde el fono le dijo al Chino en voz muy alta: señor Torcazo, si es tan amable puede abrir la puerta. El Chino abrió: era Stenssoro, el viejito que se comía a la Solange, y también la mantenía y la quería mucho (según el cruel Cosaco), era el viejito notario, terrateniente, mujeriego y torcido llamado
Stenssoro (apellido que compartía con un ex presidente de la república, también oriundo de Guajira, que uniendo fechas y gracias como si fueran isoyetas, uno establecía que eran primos, y escarbando un poco más, palpaba que era ése el origen de su eficaz y no esforzada fortuna); el doctor Stenssoro, en efecto, que no sabía que el Chino sabía que le arrastraba el ala insistentemente a la Solange, y era uno de los mejores –uno de los únicos- clientes del Cosaco;
jurisconsulto semi retirado y casado que tenía una hija de locura que tanto el Chino como el Cosaco, como Vitrola, como el Ateo le habían echado el ojo hacía rato.
Mientras el viejito Stenssoro le preguntaba a Solange ¿no dejó nada para mí el ingeniero Yakovenkoc, señorita?, el Chino sacaba la lengua a sus espaldas, le hacía cuernitos, y la Solange apenas se contenía, ya que ella también sabía que el Chino sabía que Stenssoro le arrastraba el ala. Como si nada y sin ningún escrúpulo el Chino mantenía la lengua afuera detrás del otro, que preguntaba ostentosamente por el ingeniero Yakovenkoc, diciendo que dudaba si esperarlo o
regresar más tarde.
La Solange no había tenido más remedio que relatarle la verdad al Chino, confesarle que sí, mantenía relaciones con Stenssoro; tuvo que narrarle pormenores de su unión tan singular, y el Chino se enteró que debido a que ya no podía hacer uso normal, las relaciones eran solamente linguales, y el Chino entonces quería saber muchísimo más, y ella se lo tuvo que contar. Y se lo tuvo que decir esa noche en que el chofer de marras había cobrado una comisión jugosa por la
venta de aquel taxi destartalado, de ese auto robado escriturado por el Notario Muerto, amigo del Cosaco y por ende amigo del Chino. Esa noche que el pseudobigotudo andaba con billetes para tirar al cielo, para prepotentear a cualquiera, y la esperó en la esquina de la farmacia del correo, correo, cuando salía de la oficina, y le dijo que no la había encontrado de casualidad sino con premeditación y alevosía, y le manifestó marcialmente:
-O te venís conmigo a un hotel o te mato.
AQUI y
AQUI
Autor: Franco Sampietro
Categoría: Narrativa Subcategoría: Novela N° de páginas: 154
Tamaño: 150x210
Estado: Público
Interior: Blanco y negro