David Monthiel
Aún tenemos la máscara más útil, la
del respeto a los de siempre. A los que siguen ahí, durmiendo tranquilos en el Orden. Aún nos habita el furor del mañana en la entraña más oculta para
el asentimiento, para las abstenciones, para los miedos, para las
mordazas, para las investiduras.
Empuñamos un orgullo acechado por el hambre, la sed, el cucharón y el paso atrás, el pan negro, la sombra repetida de las cárceles y el abrazo más frío de las fosas sin nombre. Es nuestra la sangre que pusieron sobre las fechas. Son nuestros los fantasmas que recorren las manos agrietadas, las manos muertas, los dedos perdidos, las listas negras y los folletos que la lluvia deslía en los talleres, las minas, los cortijos, los polígonos.
Empuñamos un orgullo acechado por el hambre, la sed, el cucharón y el paso atrás, el pan negro, la sombra repetida de las cárceles y el abrazo más frío de las fosas sin nombre. Es nuestra la sangre que pusieron sobre las fechas. Son nuestros los fantasmas que recorren las manos agrietadas, las manos muertas, los dedos perdidos, las listas negras y los folletos que la lluvia deslía en los talleres, las minas, los cortijos, los polígonos.
Muchos
vivimos en las barriadas de muerte
entre los traidores
que
aquilataron tantas renuncias.
Fuimos los hijos en las zanjas de un apellido, las madres que se rendían
vendiéndolos al saber. Pero regalamos esta sonrisa acechada de
sudores y lobos. En el coraje de lo suficiente. Y silbamos canciones
que comparten pérdidas, desalojos, revueltas. Tenemos un
hogar en ninguna parte. Y el consuelo de andar juntos.
Porque hemos visto su vejez, que hoy hallaron en su
espejo. Porque heredamos una pregunta manchada de vivas a
la muerte, de ricino, de tiros al alba, de cunetas, de adjetivos modélicos, de
turnos, de puertas giratorias, de sobres, de pactos, de cansancio.
Porque
es esta nuestra respuesta ante la furtiva verdad de la historia.
Por eso debemos tomar de la mano al
moribundo, alegrar al despoblado, bajar del marfil y hacer castillos con la
arena que derrama el reloj roto. Debemos respetar la palabra de las abuelas y que
sientan orgullo. Debemos coleccionar cristales rotos para renombrar las calles
del tiempo con los nombres de los justos. Debemos armar aparejos, cambiar el
fieltro de las poltronas por lija. Saber que en el montón de hojas caídas no se
distingue de qué rama, de qué árbol, de qué jardín.
Debemos hablar a los parados del
amor y la esperanza. Beber vino con los estibadores y las camareras de piso. Y
brindarles un viaje nocturno hasta un pabellón chino bajo una luna grande y
gorda. Dormir en las minas, abrazar a las criadas, ayudar al torpe, al que no
entiende, al que no sabe amar. Saltar con los gorriones en el charco sucio,
vivir con poco, besar las tumbas sin nombre en las sierras, consagrar la
maquinaria al amor, a las víctimas, a la alegría y a la vida.
Debemos encontrarnos en el trayecto de
espinas de la esperanza. Cuidarnos en la afrenta sin brújula. En
el laberinto de las obligaciones. Acariciarnos la piel signada de
heridas en la convalecencia del miedo.
Debemos llegar cerca. Porque
apenas poseemos un
puñado de teselas, de piedritas, para construir el mosaico,
para unirnos en la esperanza, en los deseos, en las acciones. Porque aún hoy hay
quienes arrojan esas teselas al río del tiempo y
quienes se apedrean en la oscuridad. Porque hay quienes las siembran en las
murallas y quienes siempre tropiezan con ellas en el atajo de
baldosas negras.
Apenas un puñado de teselas. De piedritas.
Hoy, 30 de octubre, algunos las miramos. Y
las apretamos con fuerza en la mano.