Lo caracterítico de la literatura es, pues, su condición de ser la verdad (lo verdadero) de una mentira. Es ficción porque necesita materializar la ficción última. Pero este aserto necesita matizarse: el espírtiu humano (como sujeto libre y autónomo), como creación de una ideología, de unas relaciones sociales, es a la vez verdad y mentira; es mentira dado que pretede convertirse en la verdad misma de la historia y de los individuos; es verdad en cuanto funciona como tal para las relaciones burguesas y es imprescindible para ellas. Sin la imagen especular de espíritu humano/sujeto libre y autónomo no hay relaciones burguesas ni capitalistas que valgan. Vuelve a ser mentira, puesto que tal sujeto libre y autónomo no ha existido nunca ni en ninguna parte, pero vuelve a ser verdad dado que los individuos construidos por tales relaciones sociales se han creído siempre sujetos libres y autónomos. La imagen de espejos, repito, no se acabaría nunca... Y en el mismo sentido, la literatura, aparte de la materialidad de la propia práctica, es ficción porque materializa la ficción básica, pero es verdad porque, como la propia ideología inconsciente que la habita, hace que el espíritu libre viva en el texto una vida ficcticia, sí, pero es eso lo que lo legitima como tal vida y permite a los lectores reconocerse en esa ideología -y por supuesto al autor creerse sujeto libre y autónomo, creador del texto-. Bien es cierto que el papel materialización de la verdad del espíritu que se le otorga a la filosofía se complica cuando se mezcla con la verdad de las ciencias, como lo verdadero de la literatura se complica cuando choca con las condiciones realies de existencia. Pero, en cualquier caso, es a todo este proceso al que hemos aludido siempre al hablar de que la literatura es -y no puede ser otra cosa. un discurso ideológico.
La literatura del pobre, de Juan Carlos Rodríguez. De guante blanco/Comares,
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