06 abril 2005

Panegírico

En toda mi vida, no he visto más que tiempos de desorden, desgarros extremos en la sociedad e inmensas destrucciones; yo he participado en esos desórdenes. Tales circunstancias bastarían si duda para impedir que el más transparente de mis actos o de mis juicios obtuviera alguna vez aprobación universal. Pero muchos de ellos, así lo creo yo, pueden haber sido mal comprendidos. [I]

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Mi método será muy sencillo. Hablaré de lo que he amado; y lo demás, bajo esta luz, se mostrará y se hará suficientemente comprensible. [I]
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Nuestras únicas manifestaciones, escasas y breves en los primeros años, querían ser completamente inaceptables; al principio sobre todo por su forma y más tarde, ahondando en sí mismas, sobre todo por su contenido. No fueron aceptadas. "La destrucción fue mi Beatriz", escribía Mallarmé, que fue, él mismo, guía de algunos otros en exploraciones bastante peligrosas. Para quien se dedica únicamente a hacer tales manifestaciones históricas, y rechaza pues el trabajo existente en cualquier sitio, es muy cierto que debe saber vivir a salto de mata. Más adelante trataré esta cuestión de manera más detallada. Limitándome aquí a exponer el asunto en su más amplia generalidad, diré que siempre me he conformado con dar la vaga impresión de que yo poseía grandes cualidades intelectuales, y también artísticas, de las cuales había preferido privar a mi época, que no me parecía merecedora de su empleo. Siempre ha habido personas para lamentar esta negativa mía y, paradójicamente, para ayudarme a mantenerla. Si esto ha salido bien se debe a que nunca he acudido en busca de nadie, a ningún lugar. Mi propio entorno lo han compuesto aquellos que se han acercado por sí mismos, y han sabido hacerse aceptar. Desconozco si algún otro se ha atrevido a comportarse en esta época como yo lo he hecho. También hay que reconocer que la degradación de todas las condiciones existentes surge precisamente en ese mismo momento, como si quisiera dar la razón a mi singular locura. [I]
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En el barrio de perdición al que llegó mi juventud, como para acabar de instruirse, se diría que se habían dado cita los signos precursores de un próximo hundimiento de todo el edificio de la civilización. Allí siempre había personas a las que sólo era posible definir negativamente, por la sencilla razón de que carecían de oficio alguno, no realizaban ningún estudio y no practicaban ningún arte. Eran muchos los que habían participado en las guerras recientes, dentro de alguno de los distintos ejércitos que se habían disputado el continente: el alemán, el francés, el ruso, el ejército de los Estados Unidos, los ejércitos de los dos bandos españoles y muchos otros más. El resto, que eran unos cinco o seis años más jóvenes, había llegado allí directamente, porque había comenzado a disolverse la idea de familia, como todas las otras. Ninguna doctrina recibida moderaba la conducta de nadie; ni tampoco lograba introducir en su existencia un objetivo ilusorio. Diversas prácticas puntuales se hallaban siempre listas para exponer, a la luz de la evidencia, su tranquila defensa. El nihilismo es tajante para moralizar en cuanto le roza la idea de justificarse: uno robaba bancos y se vanagloriaba de no robar a los pobres, y otro nunca había matado a nadie cuando no estaba encolerizado. A pesar de toda esa elocuencia disponible, era gente de lo más imprevisible de un momento para otro, y a veces bastante peligrosa. Es el hecho de haber pasado por un ambiente así lo que, más tarde, me ha permitido decir algunas veces con el mismo orgullo que el demagogo de Los Caballeros de Aristófanes: "¡yo también me he criado en la vía pública!".[II]
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Después de las circunstancias que acabo de evocar, lo que sin duda alguna marcó mi vida entera fue el hábito de beber, que adquirí rápidamente. Los vinos, los licores y las cervezas, los momentos en que unos se imponían a otros o los momentos en que se repetían, fueron trazando el curso principal y los meandros de los días, de las semanas, de los años. Otras dos o tres pasiones, de las que hablaré, han ocupado casi continuamente un amplio espacio de esta vida. Pero beber ha sido la más constante y la más presente. Del escaso número de cosas que me han gustado y he sabido hacer bien, lo que seguramente he sabido hacer mejor es beber. Aunque he leído mucho, he bebido más. He escrito mucho menos que la mayoría de la gente que escribe; pero he bebido mucho más que la mayoría de la gente que bebe. Me puedo contar entre aquellos de los que Baltasar Gracián, pensando en un grupo de escogidos que identificaba sólo con los alemanes -siendo aquí muy injusto en detrimento de los franceses, como creo haber demostrado- podía decir: "Hay algunos que no se han emborrachado más que una sola vez, pero les ha durado toda la vida". [III]
traducción castellana de Tomás González López y Amador Fernández-Savater: Panegírico, Madrid, Acuarela Libros, 1999

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