26 julio 2005

El dormitorio

El hombre bosteza y se dispone a acostarse de un momento a otro. Le regresa lo que le ha dicho al viejo Rodolfo, un vecino, cuando se despidieron en la esquina, la cantinela esa de que los días se hacen más largos a medida que el dolor de los huesos se extiende. Se descalza, deja los zapatos cerca de la cama y se rasca la cabeza. Su pijama parece que se le ha olvidado en algún armario cerrado, del cual la llave se le ha perdido en el fondo de un cubo de basura. Cuando le preguntan, él alega que no es pobre y que rebusca en los containeres y cubos para encontrar esa llave, la llave del armario donde está guardado su pijama.
Se pregunta por el sueño que tendrá, si será agradable, o si se transformará en un amargo recuerdo que su memoria le reprocha. Quizás vuelva a hacerlo con una de esas tarjetas de plástico que dan la felicidad. Destapa la cama, bosteza y deja pasear su mirada por las paredes. Mañana tiene demasiados asuntos de los que preocuparse. Debe madrugar. Apoyado sobre uno de sus codos, mulle la almohada y se acuesta vestido.
La luz queda encendida. Afuera, los solitarios transeúntes regresan a sus domicilios enfrascados en solemnidades privadas. La noche es una lenta melodía, un murmullo de la ciudad que descansa. El tráfico disminuye su fluido ir y venir. El hombre, se arropa, cierra los ojos y, antes de dormirse, recuerda que debe que levantarse antes de que abran el banco, para evitar problemas.
Un hombre de abrigo y bufanda entra en el dormitorio y arruga la nariz ante el fuerte olor. Observa la cama y al hombre que duerme y hace una mueca. Con detenimiento, observa la mochila preñada de ropa, los zapatos y la sucia manta azul, de la que emergen dos calcetines sucios y que parece un mapa de manchas en el que se puede seguir su vagabundeo. La manta lo cubre hasta la cabeza como a un cadáver. Parece que entrara en contacto con un mundo alejado de su vida, una vida sin futuro, rodeada de muerte. Haciendo un gesto mecánico, extrae la tarjeta de crédito de su cartera. La introduce en el cajero y pulsa su clave personal. La operación se efectúa sin problemas.
Cuando sale a la calle, después de doblar los billetes y guardarlos en la cartera que su mujer le regaló por su cuarenta cumpleaños, no se preocupa de cerrar la puerta del cajero con cuidado. Ésta da un sonoro portazo que parece devolverlo a su vida y sus preocupaciones, y que no logra despertar al hombre que duerme bajo la manta azul, acostumbrado a los contratiempos del dormitorio.

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