por Wu ming 6
“Se comprende entonces
cómo la fiesta para el pueblo,
al movilizar a una vasta audiencia,
puede ser utilizada, desviada al servicio
de una acción social y política, para afirmar
prestigios y, por consiguiente,
mantener el orden establecido.”
Jacques Heers en Carnavales y fiestas de locos
Jamás la contestación musical de la miseria que padece una ciudad, en sus más diversos aspectos históricos, cantada por las agrupaciones carnavalescas (y sus reivindicativos autores) había llegado a semejante miseria musical de la contestación. “Nuestra época prefiere la imagen a la cosa, la copia al original”, decía un viejo carnavalero llamado Feuerbach. El carácter subversivo que posee el carnaval (sea de donde sea) se ha lastrado desde sus días más oscuros con bandos de ordeno y mando, con cultos e indignados periodistas, con ciudadanos de bien y de moralidad exacerbada y toda una orquestada legislación que acotara las libertades desatadas que proporcionaba don Carnal antes de la Cuaresma. El caso de Cádiz se ha lastrado además con la normalización espectacular de la befa y la mofa, del verso sablazo, del estribillo irónico y el énfasis sarcástico contra los poderes establecidos.
La fiesta que rompía el orden social, enfrentaba clases, rompía represiones, ponía todo cabeza abajo, convertía al precario en fijo, al paria en poderoso, al sin voz en bardo, la fiesta que desbordaba la rutina cotidiana de los supervivientes, que ahondaba en el mito de la redención por la creatividad y el desparpajo irónico, la fiesta que era desarreglo de los sentidos; la fiesta que se burlaba de la autoridad se ha convertido en un largo espectáculo que acumula versos (soeces o líricos) que se pretenden misiles en competición, cantares de juglaría que bajo los focos y las cámaras afirman construir barricadas de papelillos y serpentinas y que se deshacen tras el fallo de un jurado. Carnaval o vodevil melódico de denuncia y devoción ciega por la idiosincrasia de la ciudad. Carne de carnestolendas mediáticas. Lo único sagrado del teatro Falla y el concurso oficial de agrupaciones del Carnaval de Cádiz es la ilusión de que algo verdaderamente cultural y insurreccional está ocurriendo. La subversión se ha convertido en representación con tipo, tango, cuplé y pasodoble. Y esta miserabilidad cantabile del “periodismo cantado” es provechosa para el mercado de las instituciones y los poderes.
Las nuevas plusvalías del carnaval se embolsan en los bolsillos de los escenógrafos de febrero que obran bajo el fetichismo de la mercancía mediática. Ésta consta de cabalgatas normalizadas, festejos reglamentados, repertorio estipulado, coplas vendidas a un público que aplaude todo en sumisión a la butaca y merchandissing localista con propiedad intelectual. Toda una rítmica hipocresía en perfecta consonancia con la voluntad del poder y la voluntad de la ganancia. El carnaval oficial administra la existencia cantada, la vida vivida en las letras como una larga afonía o un gorgorito en mitad de los gritos reales.
En el concurso oficial de agrupaciones del teatro Falla y en la televisión que transmite lo que sucede en el teatro: lo que aparece es bueno, lo bueno es lo que aparece. El contenido lírico de los mensajes, entre el pacto tácito de crítica espectacular, se rellena con eso que en los repertorios callejeros se desestima por manso, descafeinado y dentro del orden. El machismo, genitalidad masculina, populismo demagógico, el conservadurismo, la exaltación de la religión, loa al coágulo de lenguaje e ignorancia que es la fe cristiana y del carácter gaditano, la tendencia a la excesiva reglamentación. Y, de nuevo, la nefasta instauración de la propiedad intelectual y su cobro.
Algunos doctos afirman que esta decadencia oficialista se debe al despliegue mediático y al afán turístico, de económico cariz, de las autoridades. Los ujieres de la Radio televisión andaluza se explican con giros gaditanos y chascarrillo desvergonzado al uso del chirigotero y justifican las horas de programación con papelillos y serpentinas con un “es de interés general”. Han alimentado el monstruo simbólico con programas especiales, resúmenes, explicación de concretas vicisitudes humanas expuestas a la precariedad y a la supervivencia, con descripción exhaustiva y lugar en los focos para personajes carnavalescos. El seguimiento a pie de calle, cámara al hombro, de lo inabarcable, convierte lo que sucede en producto turístico para fiesteros televidentes que nada tienen que ver con la búsqueda por las callejuelas de la letra corrosiva y de la creatividad descojonante y sí con la muda ingesta, el exceso rápido y las relaciones amorosas basura.
La representación política que hace el intérprete y la agrupación de lo que eran reivindicaciones del vulgo “oprimido” crea esa característica fundamental del personalismo carnavalesco. Encumbrado por aborregados espectadores, por simbólicos votantes que delegan su capacidad de crítica en él, el personaje gaditano respira entre bambalinas y se cree el protagonista del evento perdiéndose así la dignidad anónima de la multitud que crea en un chispazo de ingenio la crítica y la sorna y se convierte por unos segundos en el productor de sonrisas y sátira más eficaz que existe. Lo mediático crea la casta de intocables del carnaval de Cádiz, personajes acaso ilustres con nombre y apellidos, acota la propiedad intelectual y simbólica del carnaval para hacerla privada. Es decir, nadie más que esos personajes, de autoridad atribuida, son los que aportan el repertorio de buen gusto, el tipo de impresión, la crítica aceptable. Además se rodean de un universo de mentideros carnavalescos, intrigas palaciegas, repertorios copiados, repeticiones ad libitum de insultos, cambios de grupo, críticas a ciertos autores desde dentro de la misma inercia sistemática de letras y músicas “aceptables”. Universo que engrandece al héroe carnavalesco con un ethos de importancia. Una sociedad del programa de corazón.
Como agua entre dos surcos ásperos, la palabra aún parece viva en la calle, en el carnaval de la calle, también llamado “ilegal”; palabras o hebras de un discurso que señala los grises mohos de esta fiesta muerta, tan viva, tan sobreviviente. Los héroes, por su resistencia, del carnaval son otros. Es la multitud. Anónimos escritores de cuplés y estribillos, obreros del chiste agreste o sublime, desconocidos entre la marabunta de borrachos y bebedores que se dirigen en coche hasta el istmo gaditano para derramar allí su vómito hasta que desborde por las balaustradas y llene el mar, tan alabado en las coplas oficiales, de asco y miedo y desolación. La calle y el carnaval de calle con la revulsiva creatividad insurreccional aún sobrevive apartada de las avenidas, al margen, sin carismas. Sobrevive apartada de actos y escenarios. Los agitadores disfrazados derivan por las plazas y esquinas sin rumbo. La efervescente lírica popular casi se susurra en las esquinas como si se transmitiera un secreto justo antes de que el miércoles de ceniza de un fuego extinto nos regresara a las máscaras diarias. Algunos tomarán la consigna y la adaptarán al localismo fiestero de que “Otro carnaval es posible”. Es posible: si las zonas temporalmente autónomas que conforman las agrupaciones anónimas frente a un grupo de derivadores carnavalescos se mantenga como potlach sin precio, ni valor de cambio, como lugar liberado para la palabra, la risa y la transmutación de los valores dominantes.
carnavalesca y más inteligencia colectiva. La autoalienación carnavalesca ha alcanzado un grado que permite vivir su propia destrucción como un goce estético. El Carnaval de Cádiz está muerto. Viva el carnaval.