12 diciembre 2017

Opinión sobre la opinión




David Monthiel


           Ustedes saben lo que es navegar bajo las ráfagas de etiquetajes en su red social más cercana, sufrir los retuiteos indiscriminados y las menciones a mano armada, atiende a las citaciones en la audiencia nacional de la red social. Sus muros asumen, cada seis horas, cuatro etiquetados molestos. Uno es por mor "de mi artículo de hoy", otro porque "recuerdo que publiqué una columna muy interesante sobre el tema de moda". Y el tercero es la publicidad de una revista digital que los anima a suscribirse, a que lean y compartan sus contenidos, sus firmas, sus editoriales, sus podcast, sus videos. En el mail reciben la newsletter de una revista en papel, de las de toda la vida y el resumen de titulares. Luego consultan las portadas en el kioskea y hojean con el café el diario gratuito. Están suscritos a varias revistas y periódicos que reciben en casa con un rosario de agendas, regalos y dosieres. Les llegan por el Whatsapp, por el Telegram, por el correo, por todos lados.

      —Me doy de baja pero ya.
     Pero a veces caen. Y leen sobre aristócratas que se ha montado en un blablacar, sobre experiencias de no-ficción traumáticas, o irónicas, o reveladoras, o cauterizadoras etc, se ven reflejados en la rememoración de la nostalgia pop. Leen que todo está muy mal, pero hay esperanza, o que todo está muy bien y que los que dicen que todo va mal son unos agoreros. Leen que el deporte, la economía, la educación, la sanidad, la política: todo está mal, pero mal, pero no hay esperanza. Leen que es injusto y triste que en este momento pase esto o aquello, que la hipocresía y la falta de ética son los valores imperantes. Leen que no hay justicia poética, que la culpa de todo la tiene el de siempre o uno parecido. Leen que es triste que exista gente así o asá azuzando el miedo, la falsedad y la maldad, que es una barbaridad que un señor opine así sobre esta cosa tan grave. Leen sobre el apocalipsis ecológico, que el mundo es un estercolero y no hacemos nada por evitarlo, que las guerras, el hambre, las enfermedades aún asolan a la humanidad. Leen que deben leer un libro porque es muy bueno, que debemos escuchar un podcast porque se mearán de la risa con el standup de la actualidad.
       ¿No han leído a gente supuestamente muy lista y preparada que, a estas alturas del régimen, está pasada de rosca en sus argumentos, no tiene ni puta idea de nada pero sabe expresarse? ¿No han leído a analistas que rellenan de palabros de actualidad sus pajillas mentales, sus filias, sus fobias, que engordan su ignorancia con el minio de la grandilocuencia y parecen validados por la prensa y sus dueños o por ellos mismos? ¿No han leído cosas en las que hay memes y frases de Coelho —pasados por
argumentos de Walter Benjamin— hechos ideas de fondo? ¿No han leído editoriales de saldo y encíclicas papales llenas de injurias veladas, panfletos pasados por la lógica aplastante del macarrismo, ajustes de cuentas en la sintáxis pasivo-agresiva? ¿No han leído a las firmas de la tan famosa prosa microcipotuda? ¿No han leído textos poéticos que eran mamporreos con el estado de cosas, un vuelta-y-vuelta al pensamiento único del sentido común?
            —Si ya se dio el paso hacia las noticias-comedia ¿no es hora de pasarnos a la opinión-mundotoday?
          A estas alturas de opinodología, ustedes se han hecho expertos y ya distinguen entre la ironía hipster y el sarcasmo del posthumor, entre la ironía seria y el kitch del humorismo que parece que habla como alguien sin ironía. Ustedes le pillan el pulso a la comedia entre líneas, entre titulares y entre destacados y comprenden la aparente seriedad de conceptos de una reseña encargada de un libro. Entienden la vacuidad de las palabrasaltisonantes, manejan el sociologismo barato del CIS en babuchas y distinguen las retahílas del sentido común de "la opinión pública" de la cuñadología. Y perfeccionan la desgana ante el imperativo de atención. Porque al final, después de tanto insistir, la curiosidad se queda en un apocado "¿esto qué es?" y en un click que nunca llega. A cambio, echan un me gusta como moneda que cae en la funda sucia de la guitarra.
     Sí. Escribir una columna es un lugar común cuñado a día de hoy. Porque todos ejercemos el ejercicio del "yo opino de que". Claro, no es lo mismo hacerlo en una cola de cine, y que aparezca Marshall McLuhan para enmendarnos la plana, que en la supuesta anonimia de un foro de woodyallenianos del último día.
        —Esto es una referencia cultureta a Annie Hall.
        La democratización del opinómetro tiene su historia. Comienza allá por la prehistoria en la que leímos un mensaje chungo en un foro sobre lo cutre de la última fase del juego de la videoconsola de moda. Ha pasado por la mala reseña a un airbnb en una página de opinadores sobre cosas, las quejas de un bed and breakfast en su perfil, las críticas a un restaurante, la puntuación a una película, a una aplicación, a un concierto. Llega hasta la sección con recuadro y fotito en el que alguien "autorizado" echa fuego purificador sobre los males de una sociedad que opina a tontas y a locas sin tener el carné de opinador. Y alcanza su cota más alta en metacolumnas que hablan de columnas, opiniones de la opinión que habla sobre opiniones.
       —¿No suena eso a un programa de televisión hecho con trocitos de otros programas de televisión?
       La burbuja de la opinión está explotando. Se están publicando en este momento dos o tres columnas, tres artículos de opinión y seis viñetas que aún no hemos leído ni leeremos jamás. Ni nadie lo hará. ¿No es dramático? Un hecho, un suceso, o una obra de arte, necesita de la crítica para existir, para completarse, para reinterpretarse, pero al haber tanta crítica desaparece en el rodillo de lo que se habla ahora, que escribía Paulo Coelho. Y claro, después de tanto Twitter y tanta opinión, alcanzamos un estado inmune al columnismo. Por muchas barbaridades que leamos, no nos alteramos. Por muy astutas, prácticas, brillantes, incisivas o iluminadoras que sean las propuestas o las retóricas, nos la suda.
           —Me la suda.
        No nos conmueve nada, no nos sorprende nada. Y nuestro endeudamiento lector es muy grande. E impagable. Un ciudadano, un voto, una conductora, un coche, un enterao, una columna de opinión. Casi sería mejor agruparse y lanzar manifiestos entre quince o vente opinólogos y romper con la fragmentación, ¿que no?
    Pero más triste aún es tener que recurrir a una columna de opinión para denunciar la situación en la que vivimos bajo el bombardeo de los opinadólogos y de los que no van de opinadólogos, los comentaristas, los tertulianos, los expertos, los críticos.
            —Oh, no. Wait.