04 noviembre 2013

Cerdán



-No es por azar que a pronto de entrar en la sicosis del fin del milenio se ponga de moda un libro como 1984 de Orwell y renazca el interés por las otras dos propuestas de literatura utópica más consistentes del siglo XX: Un mundo feliz, de Huxley, y Nosotros, de Zamiatin. No es que el fin del siglo confirme las premoniciones utopistas de estos tres autores, pero en una época de crisis, los sectores más críticos de la cultura viven la pesadilla del hundimiento de todos los modelos y cuando no hay modelos avalados ni avalables no queda otra salida que la utopía o el cinismo, a veces disfrazado de un pragmatismo disfrazado de eficacia histórica disfrazada de la virtud de la prudencia. No quisiera hacer sarcasmos en presencia del cuerpo sin vida de un hombre que me mereció todos los respetos y que hoy me merece sólo el respeto de los que creyeron en él como portavoz del proyecto revolucionario. Pero en presencia del cuerpo sin vida de Fernando Garrido me planteo qué se hizo de la prudencia revolucionaria que tanto reclamó en sus últimos tiempos para disimular que había perdido toda posibilidad de imprudencia. He dudado entre respetar la convocatoria de este acto, planteada previamente al asesinato, o anularla y sumarme al dolor que todo buen revolucionario debe sentir, aunque no considere a Fernando Garrido un revolucionario. Yo tampoco le considero un revolucionario y, sin embargo, quisiera que me creyerais cuando os digo que estoy triste, como sólo se puede estar triste cuando se pierde algo que afecta a la propia identidad. Y si he aceptado finalmente venir es porque este asesinato es por sí mismo un aparente aval de la utopía negativista. Sometidos a la pesadilla, los críticos de la realidad pueden reaccionar apostando por una utopía positiva o negativa. Una apuesta por la utopía positiva conlleva obedecer el mandato de Lenin formulado en un momento en que la crisis se cernía sobre el movimiento socialista ruso y europeo y, carente de todo modelo que no fuera un fracaso, Lenin hizo suya la propuesta de Liebknecht: estudiar, hacer propaganda, organizarse para mejor aprehender una realidad ya no aprehensible por una mecánica política progresivamente devaluada por su obcecación con su propia lógica y por su renuncia a entrar en un forcejeo dialéctico con la realidad. Una apuesta por la utopía negativa, en cambio, conlleva precisamente en estos momentos ver en el asesinato de Fernando Garrido una prueba de que el Mundo Feliz de Huxley está cerca, o que está cerca la Oceanía de Orwell o ese cosmos deshumanizado de Zamiatin. Y que ese mundo no es otra cosa que el sistema mundial de dominación que se traga a sus hijos, los integra en la fatalidad de las reglas del juego de la supervivencia y del equilibrio. Bajo este prisma, el teléfono rojo ni siquiera une. Ata. El asesinato de Garrido es una peripecia engullible que no va a desenterrar las picas de los sans-culottes ni va a sacar los tanques a la calle. Es un pedazo de carne ofrecido a la lógica del sistema y cuestionar este hecho significa cuestionar el sistema y poner en peligro la celebración de actos como éste o que se pueda reunir el Comité Central en la legalidad o que haya cursos universitarios para mayores de veinticinco años o que escritores como Vázquez Montalbán puedan ganar el Planeta. Ni Orwell, ni Huxley, ni Zamiatin pudieron prever que la confabulación para conseguir el mundo horroroso que profetizan pudiera resultar de un pacto implícito y explícito entre los dos sistemas antagónicos. Zamiatin era un narozni, un populista ruso que creía en una revolución campesina y en la implantación de un modo de producción asiático, frente al sistema de acumulación capitalista de estado que significó la NEP impulsada por Lenin y acuñada por Stalin. Huxley frivolizaba irónicamente sobre los excesos a que podía llevar el comunismo ruso, no comprendido en directo, sino interpretado a partir de la apasionada chachara de los jóvenes comunistas ingleses de entreguerras, entre regata de Oxford y regata de Oxford. De hecho la obra de Huxley es un chiste que trata de alertar, mínima y liberalmente, a la supuesta conciencia liberal británica. Y en cuanto a Orwell, como muy bien dice Deutscher en Herejes y renegados: «Aunque su sátira está más claramente dirigida contra la Unión Soviética que la de Zamiatin, Orwell veía también elementos de su Oceanía en Inglaterra de su propio tiempo, para no hablar de los Estados Unidos. En realidad, la sociedad de 1984 encarna todo lo que él odiaba, todo lo que le disgustaba en su propia circunstancia: la gris monotonía del suburbio industrial inglés, la mugrienta, tiznada y hedionda fealdad de lo que trataba de recoger en su estilo naturalista, reiterativo, opresivo: el racionamiento de la comida y los controles gubernativos que conoció en la Gran Bretaña en guerra…»

Manuel Vázquez Montalbán, Asesinato en el Comité Central.