30 agosto 2010

LA CONFIANZA


Guétmanov se puso a servir el vodka en los vasitos, y todos se lanzaron a elegir algo para comer.
Guétmanov, tras mirar el retrato de Stalin que colgaba de la pared, levantó el vaso:
—Bueno, camaradas, el primer brindis será a la salud de nuestro padre, que conserve la salud.
Pronunció estas palabras en tono expeditivo, desenfadado. Esta pretendida sencillez debía significar que para todos era conocida la grandeza de Stalin, pero que los hombres reunidos en torno a la mesa que brindaban por él apreciaban ante todo al hombre sencillo, modesto y sensible. Y Stalin, entornando los ojos desde su retrato, miraba la mesa y el busto opulento de Galina Teréntievna y parecía decir: «Eh, chicos, enciendo la pipa y me siento con vosotros».
—Sí, que nuestro papaíto viva por siempre —dijo el hermano de la anfitriona, Nikolái Teréntievich—. ¿Qué haríamos sin él?
Se volvió para mirar a Sagaidak, que tenía el vaso levantado cerca de sus labios, a la espera de
que añadiera algo más, pero Sagaidak miró el retrato pensando: «¿Qué más se puede decir, padre? Tú lo sabes todo». Bebió y todos lo imitaron.
Dementi Trífonovich Guétmanov era originario de Liven, en la provincia de Vorónezh, pero tenía antiguos vínculos con camaradas ucranianos, puesto que durante años había dirigido el trabajo del Partido en Ucrania. Sus lazos con Kiev se habían consolidado a partir de su matrimonio con Galina Teréntievna, cuyos numerosos parientes ocupaban puestos eminentes en el aparato del Partido y del sóviet de Ucrania.
La vida de Dementi Trífonovich era más bien parca en acontecimientos. No había participado en la guerra civil. La policía zarista no lo había perseguido y los tribunales zaristas nunca lo habían exiliado en Siberia. En las conferencias y congresos solía leer sus informes a partir de textos escritos. Leía bien, sin errores, con expresividad, aunque él no fuera el autor de los informes. A decir verdad leerlos era fácil: se los imprimían en caracteres grandes, a doble espacio y con el nombre de Stalin siempre en rojo.
En una época había sido un joven sensato y disciplinado. Quería estudiar en el Instituto de Mecánica, pero lo reclutaron para los órganos de seguridad y pronto se convirtió en el guardia personal de un secretario del kraikom1. Destacó y lo mandaron a estudiar a la escuela del Partido y, al poco tiempo, fue elegido para trabajar en el aparato del Partido: primero en el departamento de organización e instrucción del kraikom, luego en la sección de personal del Comité Central. Un año más tarde se convirtió en instructor de la sección administrativa de los cuadros. Y poco después de 1937, en secretario del obkom (como se suele decir, el dueño de la región).
Una palabra suya podía decidir el destino del catedrático de una universidad, de un ingeniero, del
director de un banco, del secretario de un sindicato, de un koljós, de una producción teatral, ¡La confianza del Partido! Guétmanov conocía el gran significado de estas palabras. ¡El Partido confiaba en él! Todo el trabajo de su vida, donde no había lugar para grandes libros, ni para descubrimientos famosos, ni para victorias militares, había sido enorme, constante, perseverante, siempre intenso e insomne. El sentido principal y supremo de este trabajo residía en que se ejecutaba por exigencia del Partido y en nombre de sus intereses. La recompensa principal y suprema consistía únicamente en una cosa: la confianza del Partido.
Sus decisiones en cualquier circunstancia, bien se tratara del destino de un niño recluido en un orfanato, de la reorganización de la cátedra de biología, del desalojo del local de la biblioteca, o de una cooperativa que producía artículos de plástico, debían estar impregnadas del espíritu y los intereses del Partido. De espíritu del Partido debía estar impregnada la actitud del dirigente en relación con cualquier asunto, libro, cuadro, y por ello, por duro que pudiera ser, debía renunciar sin reservas a sus costumbres, a su libro favorito, si los intereses del Partido chocaban con sus gustos personales. Pero Guétmanov sabía que existía un grado superior de espíritu de Partido: un verdadero líder de Partido no tiene ni gustos ni propensiones susceptibles de entrar en contradicción con el espíritu del Partido; amaba o apreciaba algo en la medida que expresaba el espíritu de Partido.
A veces los sacrificios que hacía Guétmanov en nombre del espíritu de Partido eran crueles y severos. Ahora ya no había ni paisanos, ni profesores a los que desde la juventud se les debía tanto; ahora no debía tener en cuenta ni el amor ni la compasión. Palabras como «dar la espalda», «apoyar», «arruinar», «traicionar» no debían desasosegarle... El espíritu de Partido se manifiesta cuando el sacrificio, un buen día, no es ni siquiera necesario, y no lo es porque los sentimientos personales como el amor, la amistad, la solidaridad, no pueden sobrevivir naturalmente si están en contraposición con el espíritu de Partido.
El trabajo de los hombres que gozan de la confianza del Partido pasa desapercibido. Pero es un trabajo inmenso, exige consumir generosamente cuerpo y alma, sin reservas. La fuerza del dirigente del Partido no requiere el talento del científico, el don del escritor. Está por encima de cualquier talento o don. La palabra dirigente y decisiva de Guétmanov era escuchada con avidez por cientos de personas que poseían el don de la investigación, del canto, de la escritura de libros, aunque Guétmanov no sólo fuera incapaz de cantar, tocar el piano o dirigir una obra teatral, sino que tampoco era capaz de apreciar con gusto y comprender con profundidad las obras de la ciencia, la poesía, la música, la pintura... La fuerza de su palabra decisiva consistía en que el Partido le había confiado sus intereses en el campo del arte y la cultura.
Y la suma de poderes que ostentaba como secretario de la organización del Partido de toda una
oblast difícilmente habría podido tenerla un tribuno, un pensador.
A Guétmanov le parecía que la esencia más profunda del concepto «confianza del Partido» se encarnaba en los pensamientos, opiniones y sentimientos de Stalin. En la confianza que él transmitía a los compañeros de armas, comisarios del pueblo, mariscales, residía precisamente la esencia de la línea del Partido.

Vida y destino, Vasili Grossman, Galaxia Gutenberg


23 agosto 2010

USTED PUEDE MEJORAR SU MEMORIA

Si le caen a carajazos durante diez días para que diga a quién le pasaba los papelitos subversivos pero en el recuerdo sólo flota que lo llamaban Julián o a lo mejor no era Julián sinoMiguel y desde luego como quiera que fuera el nombre era un seudónimo y entonces ¿alto? ¿bajo? ¿está en estas fotografías? no hay manera de saberlo, su cara se hincha y se deshincha como una anémona en las corrientes de la improbabilidad, quizá nariz esta o boca esta pero no me acuerdo en realidad qué mala memoria. Y lo peor es que con los golpes en la cabeza a uno lo empeoran, claro, entregarlos le decían uno en el Bloque B-2 o a lo mejor en el C-6 o quizá el A-20, o quizá fue en la sección uno o en la ocho pero carajo es como tratar de recordar la placa del carro del tío de uno o el número de la lotería esa bailadera de números que son y que no son y al fin cuando se clarifica alguno resulta que es el de la propia cédula de identidad y entonces patada por aquí y patada por allá. Si en el escondite estuvo o no estuvo un señor bajito como el de este dibujo, lo imposible de saber entre las muchas personas que van y que vienen por todos los sitios imaginables, menos si el hígado se lo desprenden a uno porque ese hervor cerca del estómago es el hígado, y el hígado tiene que ver con la fiebre alta con la memoria con que ya está se fijan no me acuerdo.
—No me arrecuerdo no me arrecuerdo qué noción voy a tener de listas de personas cómo voy a saber teléfonos si les digo por ejemplo ahorita no me arrecuerdo si el señor que me hizo vomitar hace poco es González o Hernández o mejor Gutiérrez, cuanto más de cosas de meses antes, cuanto más de una casa a la que no fui sino ue me llevaron en carro y no me fijé en el camino y ahora cómo duele hasta tragar saliva si ni recuerdo cuándo la patada en la garganta si Si de tanmalamemoria que nome acuerdo de la cara de mi tía Rosario si de tanmalamemoria que no sé de dónde ha salido ese nombre, como la etiqueta de un vacío de varios años; y, por ejemplo, nome acuerdo tampoco del nombre de la escuela, peor, ahora que digo escuela noto que hay allí un hueco negro y sólido, que eso se ha acabado y ay También estaban allí en algún sitio el nombre de mi perro (olvidado) la casa de mis tíos (olvidada) y un vacío del carajo que ahora que me doy cuenta crece y se acaba de tragar lo anterior y mis catorce años, crece y se acaba de tragar una novia (¿quién era?). Pero no importa, es como perder un brazo y queda otro: acordarme por ejemplo de, entonces me doy cuenta de que el restante brazo tantea en el vacío que crece y sólo quedan mi detención y estos diez días que
Pero aún puedo acordarme de lo que me hicieron sí lo queme hicieron fue que, no, ni eso, bueno, yo soy yo, tengo cabeza brazos piernas tronco bolas que me les hicieron el bueno quéme les,mientras tenga esta noción estoy vivo, yo estoy vivo sólo los muertos no recuerdan, yo tengo por ejemplo brazos, ahora qué cosa es un brazo, pero qué coño va a ser, si un brazo es, si me acuerdo perfectamente de qué es, es algo como, si el resto, y qué cosa es el resto, y qué cosa es qué cosa, y yo soy o yo era, y qué cosa es era y negro y vacío y fue.

Rajatabla, Luis Britto Gracía


17 agosto 2010

ROTA



7ª NOCHE DE LITERATURA EN LA CALLE


18 de agosto
Plaza de la Merced a las 21,30


Felipe Benítez Reyes, Ángel García Lopez, Benjamín Prado, Almudena Grandes, Luis García Montero, Luis Pastor, Marcos Ana, Pepa Parra, Juan José Téllez, Alexis Díaz Pimienta, Eduardo Mendicutti, Miguel Ángel García Argüez, David Franco Montiel, Manuel Fernando Macías, Tito Muñoz y Manuel Gerena.


Este año el acto será, a su vez, un homenaje a Miguel Hernández.



Organiza: Izquierda Unida Los Verdes


11 agosto 2010

Desde Tower Radio, julio de 1934

Por las puertas giratorias se cuelan los acordes de una orquesta que lleva mi nombre (Perlman’s Playboys). Una radio en la pared vocifera la grabación de mi famoso serial “Las aventuras de Amos Marx y Andy Marx”. En la sauna, el público canta el estribillo de mi canción que está en boca de todos: “Sólo soy un masajista vagabundo”.
Y sin embargo, parece que fue ayer —bueno, anteayer; de acuerdo, como quieran… parece que el martes hizo tres semanas que yo no era más que un humilde tejedor de sueños trabajando en mi telar y para mi un micrófono sólo era un instrumento musical que se tocaba con palillos de batería.
El anticuado caballo acababa de ser suplantado por el teléfono (llamado más tarde ‘Folie Marx’ —ver cualquier información mercantil del momento). La guerra Hispano-Americana se había representado tres semanas en las Filipinas y fue un fracaso de taquilla. Robert Hudson iba a toda máquina por el Fulton y yo echaba humo en la radio.
En aquel entonces la radio era un juguete de niños. (Yo solía sacar los tubos y tirarlos contra la pared para oírlos estallar.) ¡Y fíjate ahora! ¡Oh tempora! ¡Oh Morris! (Morris era el ascensorista de la emisora GWAW en la que yo empecé.) Bueno, casi no sé por dónde empezar. Y tampoco sé cuándo parar. Denme sólo un par de copas y ustedes mismos lo comprenderán.
Supongo que debería empezar con Marconi. Aunque casi nunca empiezo con Marconi. Prefiero empezar con entremeses para continuar con un plato de Minestrone y avanzar gradualmente hasta llegar a Marconi. Lo que me recuerda que tengo que desempolvar mi italiano. Bien sabe Dios que Penelli me ha desempolvado muy a menudo y es justo pagar con la misma moneda.
Marconi, DeForest y yo estudiamos juntos segundo durante seis años en el viejo Gorgonzola. Yo estaba siempre inventándome cosas para que ellos sacaran buenas notas. Ahora lo paso mejor. Doy la nota en todos los sitios.
Trabajábamos como un solo hombre. (Dos de nosotros siempre estábamos ganduleando.) Pero teníamos un problema con DeForest. En cada actuación metía un numerito romántico. Al final, la cosa estaba tan mal que DeFuera no podían oír al trío.
Pero volvamos a lo de antes. En una ocasión, Marconi estuvo levantado toda la noche dándole al tarro (era un gran ceramista) y por la mañana anunció orgullosamente:
“¡La noche pasada tomé Chile!”
“¡Marconi, estás borracho!”, le chillé. “Por qué no has tomado otra cosa.”
Eso hirió su orgullo y continuó hasta que tomó Siam, el Estrecho de Penang, el norte de Mongolia, Nagasaki, Kankakee, Kamchatka y una porción de Sarampión alemán. Después, todo fue coser y cantar.
Al dejar la universidad, probé suerte en el teatro sosteniendo a mis tres hermanos en un número acrobático. Pero todo el peso recaía sobre mis hombros. Así que lo dejé. Los chicos estaban perdidos sin mi apoyo. De hecho, han sido incapaces de ganar un centavo por sí mismos desde entonces.
En aquel momento sentía que no había lugar en el mundo para ellos. Yo era un inadaptado trajeado, un tornillo pasado de rosca en la maquinaria de la vida. No podía siquiera mirarme a la cara. No tenía suficiente dinero para comprarme un espejo.
Un día iba yo con mi organillo, deambulando ocioso e incómodo —sustituía a un organillero italiano. De repente, un cartel me llamó la atención —un comentario desagradable. Retrocedí y leí: “BOLERAS GINSBERG, se necesita colocador de bolos”. Dudé si entrar y pedir el trabajo, porque no había comido desde hacía tres días y me temblaban las piernas.
Finalmente me armé de valor y me colé por la puerta giratoria que daba a una emisora de radio. Todavía atontado por la sorpresa, o atontado simplemente, me dirigí al matón de la puerta: “¿Dónde puedo encontrar la bolera de Ginsberg?”. Y me contestó: “Esto es un estudio de radio, amigo. Lo de ahí fuera es un anuncio publicitario. Lo que nosotros buscamos es un cantante romántico”.
Yo salté rápidamente: “Acabo de ver uno que doblaba la esquina cuando yo entraba”.
Eso le dejó por los suelos y, antes de que se levantara a la cuenta de nueve, yo ya me había instalado como director y echado a la calle a todo el personal.
No quería que mi gente supiera que me había metido en la radio. Siempre les había prometido que me ganaría la vida honestamente. Así que oculté mi identidad bajo el seudónimo de Roxy. Con el nombre de Roxy me convertí en un productor famoso y me hice un brillante nombre con las bombillas fundidas.
Pero aún no estaba satisfecho.
Había visto cómo, bajo mi dirección, Kate Smith, Crosby y Morton Downey alcanzaban la gloria. ¿Y qué había sacado yo de eso? ¡Un miserable ochenta por ciento!
Quería salir en las ondas. El propietario de la emisora a la que yo sacaba mis cuatro grandes a la semana, y que aún estaba situada en la Bolera de Ginsberg, me prometía una y otra vez que saldría al aire. Por lo menos tres veces al día me decía: “¡Groucho, besugo integral, como vuelvas a hacer eso otra vez te mando a tomar aire!”.
Pero al fin llegó mi oportunidad. Nuestro principal cantante romántico también limpiaba el hueco de la escalera y un día se cayó por él. No había nadie que le pudiera sustituir, por lo que llené el hueco. En vez de interpretar Hamlet, como cualquiera hubiera esperado, hice una interpretación hamletiana de esos cuatro hawaianos, los Hermanos Marx.
Estaba haciendo de rumbero después de terminar mi número cuando Ginsberg salió disparado y gritó: “¡Válgame Groucho! ¡Ha hecho usted una pantomima!”.
Me sacudí el abrigo, me enrollé las mangas de la camisa y le espeté muy digno (él acababa de entrar): “¿Está intentando enseñarme mi oficio?”.
Pero la posteridad (que entonces estaba a la vuelta de la esquina) me dio la razón. Las cartas llovieron —de hecho aún llueven— declarando que la hora silenciosa de los Marx había sido lo mejor que habían oído jamás en la emisora GWAW.
Por todos los lados se me conocía como el hermano silencioso de los Marx. Luego le vendí el título a mi hermano Harpo —un famoso arpista del que es posible que hayan oído hablar y que en ese entonces estaba como un flan persiguiendo un plan con una belleza explosiva. Como nadie me había visto ni oído aún, las cosas resultaban bastante fáciles, excepto lograr que Harpo se contentara con cobrar la mitad.
Así que allí estaba yo, a mi tierna edad y ya en la radio, con un nombre que las madres usaban para asustar a sus niños, libre de compromisos y montando el número (en realidad, un treinta y seis.)
Un día, rebuscando en Azar, mi residencia de verano junto al Hudson, decidí convertirme en un maestro. Me hubiera podido convertir en un maestro de ceremonias, pero jamás he soportado las ceremonias.
Reuní un fagot, un tipo que tocaba la viola como si fuera un caballo, y tres que tocaban el bombo. Entonces me dispuse a salir en antena como Maestro Marx y sus Musculosos Locos de la Melodía.
¿Podré olvidar algún día la noche del estreno? Espero que sí. Llevo años intentándolo. La verdad es que fue una noche de gala. ¡Las rosas, los tulipanes, el confetti! Todos los críticos estaban allí. Pensándolo después, a mi me pareció que todos los que estaban allí eran críticos. Intenté dirigir con el saxofón. Ese fue mi primer error. El profesor McGinsberg, mi instructor de boxeo, me decía siempre que dirigiera directos de derecha. Durante aquella primera emisión, cometí un pequeño error. El aplauso se me subió a la cabeza. Quedé confundido y en lugar de tocar el saxofón frente al micrófono, toqué el micrófono frente al saxofón.
Poco después, por motivos que no vienen al caso, me cambié el nombre a Rudy Vallee y, sin pecar de inmodesto, puedo decir que, bajo ese nombre, mis trabajos con la orquesta se vieron coronados por cierto éxito.
Nunca me hubiera convertido en un cantante romántico de no haber sido por un ligerísimo accidente. Una tarde estaba tomando el té con Madame Alto-Contralto, la distinguida cantante de ópera, cuando se me ocurrió mirar por la ventana y observar una cabra en un cartel que anunciaba cerveza; por un momento pensé que estaba en el Chalet Marx, en mi vieja y querida Suiza, y me arranqué con una canción tirolesa.
Madame Alto-Contralto dejó su cuchillo y me clavó sus penetrantes ojos negros. “Mi querido muchacho… macho… acho…”, gorjeó, viniendo a mi encuentro, “no tenía ni idea de que tuviese esa voz de o… o… ro, eees unn don.”
“¡Y una mierda!”, le espeté. “¡Me costó diez mensualidades en una escuela por correspondencia!”
Madame Alto-Contralto fue disparada al teléfono para llamar ni más ni menos que al renombrado Professor Ginsbergsky. Parecía que el profesor estaba ahora en su casa de la parte alta de la ciudad. La emisora GWAW se había convertido en la emisora GWOW. El profesor estaba forrado. Ella le dijo al profesor, en términos muy claros (los términos, para ser exactos, eran un dólar para empezar y un dólar a la semana), que tenía un nuevo descubrimiento para él, un cantante romántico.
“Envíemelo inmediatamente”, oí contestar al profesor, “¡pego envíelo pgepagadó!” ¡Querido y viejo profesor! ¡No había cambiado!
Para acabar con esta larga historia, diré que cogí el trabajo. Firmé un contrato con el profesor comprometiéndome a hacer todo el trabajo de canto de su emisora. Yo era un cuarteto, tres tríos, un flautín y los Four Eton Boys.
Pensaba que todo el monte era orégano. Pero una mañana desperté y descubrí algo terrible. Me había cambiado la voz. No podía subir del bajo.
Desde aquel día, se me cerraron todas las puertas en la radio. Las que no estaban cerradas estaban protegidas por matones con órdenes de echarme a la calle.
No me quedaba otro remedio que entrar en la Gran Opera. Creí oportuno volver a cambiarme de nombre. Poca gente se da cuenta de que Chaliapin, el nombre que uso cuando malinterpreto noticias ante La Herradura Dorada (por no hablar de las muchas oxidadas), es simplemente Groucho Marx deletreado al revés.
La ambición ardía todavía en mi interior, aunque durante mucho tiempo tuve la impresión de que era mi vieja acidez.
Como resultado, los cinco comentaristas de radio más importantes del momento soy yo. Me oyen como Edwin C. Hil, Boake Carter y Lowell Thomas, así como también H.V. Kaltenborn y Frederic William Wile.
Por fin soy feliz. Siento que he encontrado mi metier, que es el de interpretar las noticias de modo que nadie pueda entenderlas. Siempre soy el último en llegar a la escena en la que las noticias se están produciendo, por eso me encargo de las últimas noticias.
Pienso que hay demasiadas cosas en el mundo que la gente puede comprender. Si les das las noticias de manera que no las entiendan, tendrán algo en lo que pensar.
Y si el pensar les mantiene fuera de los billares, ya me doy por satisfecho. Es lo que tenía en la cabeza la primera vez que le expliqué lo que era la radio a Marconi.

Groucho Marx en "Groucho y chico, abogados", Tusquets Editores

03 agosto 2010

9 DE JULIO


Buenos Aires, Argentina. Día de sol. Avenida 9 de Julio. Semáforo rojo. Se junta gente que quiere cruzar. Enfrente también. El semáforo demora. Viene más gente por ambos bandos. Cada destacamento mira firmemente el semáforo opuesto, haciendo acopio de fuerzas. “Ánimo, muchachos”, dice un individuo a sus compañeros de acera, “ya llegará el día en que podamos cruzar”. Los demás lo reconocen inmediatamente como su líder. “Quizás algunos mueran en la empresa”, sigue diciendo él, “pero esos quedaran para siempre en nuestros corazones”. El semáforo continúa en el rojo. En frente, el bando contrario designó como líder a una mujer. Su aparatoso tren delantero la hace especialmente apta para violentos impactos frontales con peatones de sentido opuesto. “Estamos contigo, Tatiana” le gritan algunos. “Ese no es mi nombre” contesta ella, pero igualmente lo asume, como Wojtila el de Juan Pablo. Desde enfrente, el otro líder la mira, y le muestra el dedo medio de su mano derecha. Sus camaradas, hombres y mujeres, lo imitan. Algunos tienen binoculares y eligen contra quien van a chocar. Otros despliegan la navaja de su alicate, y la exhiben a modo de proa. De pronto, semáforo amarillo. Un estudiante, de los de Tatiana, pregunta si puede pintar de azul el vidrio amarillo del semáforo que está de su lado, para que quede verde y los del bando contrario, al tratar de cruzar, sean apisonados por los coches. La jefa le pide paciencia, y le asegura que a su debido tiempo ningún adversario quedará en pie. El estudiante recita a García Lorca “verde que te quiero verde”. Por fin el semáforo cambia. “A ellos”, grita el líder de enfrente, “hay que enterrarlos en el asfalto; el sol esta de nuestra parte y ya lo reblandeció un poco”. Ambas cohortes inician su marcha hacia la colisión. Tatiana se acomoda el corpiño. El otro líder acomoda a su gente por orden de altura. “Las mujeres y los niños primeros”, dice. Todos avanzan con paso resuelto. Los autos, inmóviles, observan el espectáculo, y una cuadrilla de niños marginales que habitualmente se dedica a limpiar los vidrios de los coches a cambio de monedas, está ahora levantando suculentas apuestas referidas al desenlace de la cruzada peatonal. Atención, faltan pocos metros. Ya está, ya está. Dos pasos, un paso. Y entonces, súbitamente, todos cambian radicalmente su actitud. Empiezan a pedirse permiso unos a otros y a esquivarse. Se acabó Tatiana. Apenas si se producen algunos roces totalmente inocuos. Nadie cae, nadie es aplastado. Todos llegan a destino, a las respectivas aceras de enfrente, y continúan los abúlicos trayectos que habrán de conducirlos al desempeño de sus estúpidas ocupaciones. Nadie recuerda su intención preliminar. Todos fingen civismo, qué cagones.

Leo Maslíah



01 agosto 2010

El baño y el defensor de la piera santa

Baño

Comienza a serme infiel
la piel de la garganta;
pero ahora que se pierden tras de mí las orillas,
tómame una vez más, mi desdeñoso amante,
mientras las algas ponen
un collar en mi cuello.

María Victoria Atencia

El poder de la Piera Santa (subtitulado) from redruM 2012 on Vimeo.