03 septiembre 2018

Vieja ciudad amurallada (III)




David Monthiel

            La cohorte de personajes siguen desfilando por el poema. Como Astarté, la diosa, o los insignes y omnipresentes Balbo. Y aquel que cogió y abrió los fardos que decía Pericón que llegaron a Cádiz y que contenían las partituras secas del flamenco. Personajes a patás. Músicos, pintores, poetas y locos de Cádiz: una especie humana que diagnostican como víctimas del levante y su ímpetu, chalaura siempre admirada en estas calles por su estar-en-el-mundo alucinado, lleno de verdad y su facilidad para la perorata o la genialidad. Como aquellos filósofos del rotulador que escribían tratados en las paredes y la gente leía deslumbrada.
            Y caben los motes. Los clásicos hijos de la diversidad gaditana: el negro, el chino, el moro, el gitano. Y los rebuscados: Antonio Rodríguez Martínez, El tío de la tiza, Enrico Spagnoletto, el celebrado pintor de marinas en Roma, Saturnino, el profesor que escribía con rotulador en las paredes, Antonio Jiménez, el del lunar, uno de los autores de Las viejas ricas.
            La memoria se llena de objetos y uno piensa en los vientos de las bandas de jazz que se las llamaba jambá, en las mesas de caoba en los despachos de las consignatarias y en la que dormía Fermín Salvochea y de la que se cayó o dio un pellejazo para la historia de los alcaldes de Cádiz. Piensa en la cara del cuñao de Pemán, en los romanos del Ecce Homo, en la calzada y el teatro que dejaron, en los trabajadores de Astilleros cortando el puente con tirachinas y en esos otros romanos, pero con otra vestimenta, tirándoles pelotas de goma. Piensa en la mezquita de Cádiz y en aquel poema de Fernando Quiñones en el que también se escuchan las olas en el templo.
            Si María Moco vio, según el mito, al moro que jugaba a las cartas en los túneles que existían bajo el glacis de defensa de la Puerta de Tierra (donde vivía en la miseria), yo vi, con hambre, las murallas de turrón de Cádiz tras el escaparate de las pastelerías, quizá fundadas por guiris. Porque Cádiz siempre fue muy de genoveses y de alemanes, y en sus apellidos queda ese lustre ligur que es síntoma de costumbrismo. Y si no lo saben, yo se lo digo, los gitanos de Cádiz nunca usaron la palabra payo y aquí siguen, como bien contaba Chano Lobato cuando recordaba su infancia en el Barrio de Santa María.
            Mientras los burgueses como Sebastián Martínez tenían la mejor biblioteca de Europa, los majos se ganaban la vida con la picaresca de siempre, o se las ingeniaban para no trabajar como los negros curros que en La Habana y en su teatro quedaron como andaluces, como elegantes vividores y músicos que vivían al día. Porque si vinieron armenios, franceses, griegos, árabes y un montón de guiris a vivir y a quedarse, el lema popular debería ser que uno "emigra a donde le da la gana" y si es a Cádiz mejor, porque es como una Habana metía en manteca para saber conservarla.
            A cualquier hora se silba un cuplecito, se fuman porros y se escucha las sirenas de los cruceros zarpar, se venden numeritos, se ríe uno de lo de la alergia a las espiochas mientras echa doce horas de camarero para servir a los turistas o a los veraneantes en un chiringuito. El camarero sabe que hubo santones en Gadir con un Ganges caletero que le contaban a los griegos que aquí había leyes en verso desde hacía seis mil años y que de seguro eran cuartetas de un romancero religioso para adorar a Moloch o a Astarté. O a una diosa desconocida que ayuda en la pena con alegría. Porque entre las cuadrillas de estibadores que fueron cargaores con manigueta de vírgenes y diosas, florecía el pícaro, como aquel secreta que le pusieron a Leon Trotski para vigilarlo mientras iba a la biblioteca y que le consiguió un precio justo en la compra de camarones.
            En nuestro piano cabe de nuevo otra genialidad de Ignacio Ezpeleta cuando le dijo a Lorca que él no trabajaba porque era de Cádiz, y quizá ya Ignacio sabía que Hércules tuvo sus dos últimos trabajos en Cádiz por aquello de jubilarse en el paraíso miserable donde se comía carne de bragueta (carne del matadero que los matarifes flamencos se sacaban metida de tapadillo en los pantalones) mientras los prebostes franquistas discutían qué hija de ministro iba a ser la reina de las Fiestas Típicas y partían los billetes de veinte duros por la mitad para que los verdaderos héroes mitológicos de esa época cantaran un popurrí.
            Porque aquí en dos calles paralelas te encuentras con Morillas con tatuajes en los empeines del pie y a Fallas que escuchan su flow a la hora de contar lo que les ha pasado en la plaza de abastos. Pero la Morilla real, la sirvienta de la familia Falla, cogió por banda a Manolito de chico y le cantó esa música que nació en estas calles, pero en las más míseras, en aquellos cafés del camino del Arrecife, en aquellas ventas entre huertas, lechuguinos (los voluntarios contra el fanfarrón de 1812 que trabajaban en las huertas) y mucho campo. ¿Que cuáles son los cuernos de la abundancia de los que no tienen ? La alegría de estar juntos, la juerga, el cometario improvisado, la palabra justa, las risas, el cachondeo en las casas de vecinos, ese materialista y comunitario "donde come uno comen seis".          
            Y mujeres valientes como Teletusa, la Pepa, la Perla, La tía Norica, La Larrea o La Cienfuegos, La Mejorana, Mariana Cornejo, aquellas que volvieron locos a los viajeros románticos y que no existen, son mito falso. Esas de la que no hay ni una sola placa con su nombre en el Oratorio de 1812. Y también caben las cositas que le dedicaban a la personificación de Cádiz como mujer, esos que morían y mueren por la ciudad: Herodoto, el ya citado Richard Ford o Fray Jerónimo.
            En nuestro piano cabe la explicación de que el garum era una salsa de pescao muy famosa en la antigüedad, el topolino es un helado del Salón Italiano, el piojito es el mercadillo de ropa de los lunes sito en la Barriada, los anillos con atunes son piezas únicas fenicias, la paniza es una especialidad de la cocina ligur, de la ciudad de Savona, pero clásica de Cádiz, tener cacaruca es tener guasa picaresca, el aguatapá es donde te cubre el agua del mar y no haces pie, la maruca es un pescao de huevas riquísimas, cambembo es un adjetivo para la forma anormal o irregular de un objeto, cosa o persona, chiguato es la manera de llamar a un cangrejo con el caparazón blando por estar mudándolo, guannío, estar muy cansado y, por último, caben también las diferentes acepciones de empetao: que van desde el lugar lleno, la inflación corporal de un sujeto o una caña doblada por el peso de la pieza pescada. Y los topónimos que han sido y son, hasta en caló, desde aquel año del 1100 antes de la era común.
            Dentro de un viejo piano caben las gracias, el lavativazzo y el agradecimiento al Galiana por reliarme para acompañar su música y poder escribir sobre un Cádiz mío, complejo y sencillo, moderno y cateto a la vez, una descripción propia que se une a esa lista de piropos y metáforas de un Cádiz que alterna el esplendor y la miseria. Porque esto es la costa de la luz pero también de la oscuridad. Y lo llaman Cadifornia pero no lo es.
            Es un pueblo viejo con murallas. Pero lleno de vida. Y de alegría.
            Nada más.
            Y nada menos.




31 agosto 2018

Vieja ciudad amurallada (II)


David Monthiel


En nuestro piano también caben las penas y fatigas, la saudade, de estar fuera del radio de acción magnético de las dos islitas en las que los tirios (como dijimos) fundaron una ciudad que aparece en la Divina Comedia, en Moby Dick y de refilón en la Biblia como Tharsis. Y la forraron de piedra para protegerse de lo chungo que estaba el mar por esos días de guerras púnicas. Qué mejor palabra para un viñero inspirado, mientras sueña con una berza gitana, que llamar a lo que le pasa en tierras germanas saudade. Y luego añada que suena a jabón de baño para pasmo de su compañero de tajo turco. Saudade o nostalgia. Algo de lo que sabían mucho aquellas familias judías que acabaron en Cádiz buscando el amparo del Marqués de Cádiz cuando tuvieron que marcharse, esconderse o convertirse y dejar las puertas abiertas de sus casas. Muchos de Medina también se exiliaron, se vinieron y se quedaron viviendo en partiditos, el troceo de las grandes fincas hechas casas de vecinos, que con el paso de los años, nadie rehabilitaba. Y se caían de pena con baños comunes y mucha humedá. Con palios de puntales que aguantan la miseria y los asustaviejas. Pero también mucho sentido de la comunidad.

            En el viejo piano también cabe el marisqueo sostenible de las lajas y la pesca, el arte de coger dos mojarritas a la vez, que se dice enchampelás, hacer un aparejo con plomá para la caña de carrete y enganchar en un lance un capitel de una columna de cualquiera sabe de qué templo y que los listos llamaron protoeólico, por acercarlo a los tres estilos griegos.

            —Qué pechá de griego.

            Porque, claro, no sabemos cómo los arquitectos fenicios llamaban a esos capiteles desde que Cartago delenda est. Como Balbo, de familia fenicia y canastera, sabía que los romanos flipaban con el garum, nosotros sabemos que los chinos ansían las holoturias —carajos de mar— para su gastronomía. Y se los llevan a espuertas.

            ¿Cuántos bares como hogares caben en el piano? ¿Cuántos baches (que así es como se llama en Cadi-Cadi) y tabernas cerraron? ¿Qué fue del Maletilla, de La privadilla, que era bar desde 1812? ¿Se han fijado que La Parra del Veedor es bar desde 1791? ¿Quién no se ha comido un lunes de coros una tortilla de papas con sabor a pescao?

            Caben también la cantidad de árboles que nos honran con su sombra. Desde los eucaliptos del Cementerio de los ingleses (una prueba de que si te morías en Cádiz como protestante te podían enterrar) hasta el ombú del parque Genovés o los viejos acebuches que dieron el nombre a otra la isla, la que no era la de la tierra roja. Y aquel gigantesco drago del que hablaremos después.

            En el piano cabe el gran cantaor Silverio Franconetti, que seguro se descojonó y contrató a la chirigota de Las viejas ricas para el Café del Burrero. Y me pregunta, desde el fondo de los tiempos como un disco rallao que no grabó, por qué no cito al músico más grande de Cádiz, al Mellizo.

            —Qué ojana, pisha.

            Tanto éxito tuvieron en la amistad Silverio y los de Cádiz que los chirigoteros cargaron el ataúd del cantaor sevillano cuando se murió. Y perdona Federico pero a mí también me sale eso de:

            —Entre carnaval y flamenco, ¡cómo cantaría aquella chirigota!

            Las viejas ricas cantaban que Cádiz era de plata pero también cáliz de la amargura. Y un tango en el que se señalaba la sempiterna queja de la falta de industrialización y la crisis del comercio. El ciclo de esplendor y mojón puede explicarse con la historia de la calle Plocia, anexa al muelle, que mantuvo hasta los años noventa algunos locales en los que había señoras que se prostituían. Y que nos recuerda a aquellas músicas y bailarinas ("hábiles para el canto y el baile") que Eudoxo de Cícico se llevó en su barco para "el entretenimiento" en su vuelta a África. Aún se escuchaba el rumor del recuerdo de las antiguas noches de juerga, de marineros, borracheras, cabaré y excesos de barrio chino. Y aquel tabaquito americano que ofrecía a los griegos de francachela un Gerión al que dejó sin trabajo el Hércules deslocalizador que se llevó los toros a otro lado.

            La riqueza del comercio de plata y esclavos produjo una calidad de vida que posibilitó que un grupo de gaditanos contratara al mejor músico de la época, Haydn, para que compusiera la música del pasodoble de un templo ostentoso y recogío a la vez. Visitaban Cádiz los románticos con sus cuadernos de notas llenos de impresiones sobre la luz, las torres miradores, sus paseos públicos, sus flamencos, sus filles de Cadix. Goya retrataba a los insignes, se llevaba sus talegos buenos y se recuperaba de sus males. Léo Delibes componía su canción sobre las gaditanas con letra de Alfred de Musset. Como si escribieran el pasodoble de piropo a la gaditana, pero en el rollo cultureta.

            En los salones, a modo de cachondeo de Juan Ignacio González del Castillo, sainetista de las cosas de ese Cádiz ampuloso de majos y petrimetres, de burgueses y protoflamencos, se leía de todo. La prensa internacional. Y se inventa el chiste de la Gaceta de Leiden y la de Lugano. Mención especial para aquella gaditana (¿por qué tiene que ser un nota?) que perdió un vaso en Vicarello con la ruta directa de Cádiz a Roma que tantas veces, imagino, hizo el Balbo para ser nombrado cónsul. Imaginar el vaso de Vicarello lleno de manteca colorá es algo necesario. Y determinante.

            Caben lágrimas. Como las de aquella noche en la que Paco Alba, el conileño que sorprendió a Pemán con su pluma, lloró en el teatro Falla. Y salidas y detalles como lo del zapatero en "Las calles de Cádiz", Ignacio Espeleta, cuando no se acordó de la letra y dijo, en sus alegrías, tirititrán. Para que luego digan "Viva París" cuando alguien canta moderno con la más gruesa ironía, jaleo a la altura de la explicación más basta para la palabra bastinazo.

            Lo explicó el profesor Paco Vázquez cuando aclaró lo de la fama de maricones aireada por un escritor fascista. En Cádiz había prostitución masculina reglada para pasmo de mesetarios, mojigatos que nada entendían y que insultaban, como Cela, a los que aquí nacieron. Pero la Petróleo y la Salvaora son dos exponentes del mariquita de Cádiz de verdad, gloria eterna del arte de vivir y de estar en el mundo, las artistas del hambre y la gracia, a las que llamaban para las fiestas de artistas, artistas de artistas, dando volteretas por el mundo. Dos grandes mujeres. ¿Cuántas hambres no habrán resuelto con esa variante dulce de las gachas que es la poleá?   

            La gracia no es patrimonio sólo de esta ciudad. Hay mil y una formas de exponerla, de compartirla, de considerarla. Pero la rapidez del comentario, su brevedad y su tempo son un arte difícil de superar para alguien que, como Macías Retes, dio en el clavo. Y sobre todo fue el descaro, el atrevimiento contra el poder de esos diez alcaldes franquistas atragantados en la memoria. La cosa es como sigue. José Macías Retes dirige el coro Alí Babá y los cuarenta ladrones en un invierno de 1953. Las Fiestas típicas son el consuelo franquista para los gaditanos. El coro canta en el Ventorrillo del Chato, ante las autoridades. El entonces alcalde de Cádiz, el franquista José León de Carranza, se acercó a su director, Macías Retes (siempre en líos por su militancia política comunista), y ordenó ser fotografiado con ellos. La respuesta: “¡Venga usted, Don José León, un ladrón más o menos no importa!”

            Lo contaba Agustín el Chimenea, autor de prodigiosos trabalenguas carnavalescos, pura jitanjáforas en los estribillos, en sus memorias y anécdotas del carnaval.

            Las neveras voladoras, dice el mito, cayeron sobre los antidisturbios en la batalla de la Barriada de la paz. ¿Qué hubieran hecho los trabajadores de Astilleros en guerra contra los despidos y la reconversión con los fusiles que Fermín Salvochea quiso comprar con la venta de la custodia del Corpus el día que se declaró el Cantón de Cádiz? Cualquiera sabe.

            Quizá muchos de los hijos de aquellos trabajadores fueron a trabajar a Castellón, a sus fábricas de azulejos y lloraron con las cuartetas finales del popurrí. Esas que siempre se van a la Viña. Puede que escondieran su acento o lo prodigaran para obtener los premios de las gracias por ser de Cádiz en el extranjero. Porque no es lo mismo decir yes, que sí, que ji, ni tener el arte para sacar un cuplé que se incrustó en la memoria popular sobre la reja del muelle y el cartel de carnaval que un Alberti "chocho" dibujó para el Carnaval de Cádiz de 1992.

            —¿Qué carajo es eso dios-mío-de-mi-arma?

            Nunca tuvieron sitio en las letras de pasodobles el bárcida Amílcar, la depurada técnica del perchaso de los clavadistas del Puente Canal o el centenario drago derrumbado de la Escuela de Arte del Callejón del Tinte, que se cayó ante la pasividad de las instituciones.

            —Qué pellejazo pegó, ojú-ojú.

            Lo decía el estribillo: ten cuidao con las esquinas, que te encuentras a cualquiera. Y así llegan los morazos inesperados, como sube la marea. Y se acaba pidiéndole al Nazareno que nos de pelazo y no pasemos las fatiguitas de Enrique el Mellizo para librar a sus hijos de la mili.


30 agosto 2018

VIEJA CIUDAD AMURALLADA (I)



1.

            La culpa de todo la tiene el Galiana. Sí. Como te lo digo yo. Porque un día, con vasos en la mano, me viene y me dice:

            —Illo, poeta, ¿por qué no hacemos esto?

            Y claro, el acumulao de cosas que habíamos hablado en los últimos meses era demasiado largo y disperso, pero espléndido: Manolito Falla, el Salón Quirell, la ingente cantidad de pianistas de la Bay of Cádiz, los pianos antiguos que todavía se pudren en las casonas como atrezo cultural y mueble decorativo. Pero Galiana acotó.

            —Si Alberti metió a Cuba en un piano, ¿Por qué no metemos a Cadi?

            —Del tirón —celebré yo—. De arte.

            Y lo metimos en manteca. Arrejuntamos la Suite Trafalgar con los versos canallas desde ese locus enuntiationis que trabajo en mis novelas Carne de Carnaval y Las niñas de Cádiz. Cientos de solos de Bill Evans después (días, meses, años) no sólo escribí un texto que encripta muchas de las cosas que son Cádiz y sus gentes sino que aglutina y coagula muchas horas cotizadas de conversaciones en tabernas y baches hablando de semitismo gadita, de Dmitri Shostakovich y de Chano Lobato, de negruras flamencas y de la manteca lírica de la vieja ciudad amurallada. Entre un pianista de jazz de San Antonio (o de Huerta del Obispo) y un escritor del Mentidero.


            Así que la intención última de este texto es el desvelamiento y aclaración de las múltiples referencias y de ese implícito "el que lo coja pa él" que tiene Cádiz dentro de un piano. O no.

            —A ver qué sale.





2.


            La idea era meter un montón de gente, de cosas, en un piano viejo. En uno de esos astillados muebles con candelabros que envejecían llenos de polvo en los salones que daban a la Alameda Apodaca, prisioneros del eco de las fincas vacías. Pianos de arpas baldás que no aguantaban el 440, de teclas que han soportado las lecciones de las señoritas, las repeticiones, los ejercicios, los esquemas rítmicos de Hilarión Eslava. Esas señoritas bien que aspiraban a que sus polonesas se pasearan por el teclado con su chopiniano paso como aquel "placer barato de todas las clases sociales" del que hablaba Richard Ford cuando reseñaba los paseos públicos del Cádiz rico y emporio del orbe. Y que aquí conocemos como "vueltecita gaditana".

            Ahí sale José Cubiles, o entra y se acuclilla, mejor dicho. Cubiles era un señor pianista que tiene el honor de aparecer en el callejero con esa justicia poética del olvido popular, que lo mismo te habla de "la plaza de toros" que a un hospital lo llama residencia. El pobre Cubiles, que pasó a ser "los Callejones", comparte olvido con la sonrisa amarillenta de Moloch, el ídolo al que los fenicios rendían culto y que devoraba en sus llamas a los hijos primogénitos (supuestamente). Y que debería estar en el escudo de Cádiz, si sus fundadores fueron los tirios que vinieron tres veces. Y no un griego que vino a trabajar y a dar por culo a unos toros. Shhh, esto pa ti y pa mí: cuenta la leyenda o el mito que las familias bien semitas compraban niños pobres para el sacrificio y así mantener a sus herederos en el lugar privilegiado.

         Y ya que hablábamos de entornos burgueses construidos gracias a la siempre olvidada y sangrienta "acumulación originaria", no podían faltar los miriñaques, aquellos aparatosos trajes, ni las Sicur, ese apellido de alcurnia que dicen dio el adjetivo cursi. Ni los catalejos morsegones de los señores comerciantes que buscaban en la bahía la mercancía (de papas hasta esclavos) desde las torres miradores como un protoejercicio financiero de la información privilegiada.

            Y el cante sin partituras y sin "uno" (que está en el pie) que es la música que aquí se creó con el toquetazo negro y americano, muchos siglos antes que la exuberancia musical de New Orleans, para pasmo de músicos de conservatorio. Cante que no se creó de la nada ni en siete días, como el mundo o Cádiz, ni en oscuros lugares secretos. Sino en aquella ciudad portuaria con gitanerías y mercado de esclavos, repleta de italianos, franceses, ingleses, alemanes y tantísima gente de paso que adaptaron, al aire del folclore, las novedades musicales de las llamadas Indias.

            Imagino al viajero inglés Ford escuchado ese quejío en uno de esos primeros cafés en los que se tomaba café por primera vez en una Europa que, después de tantas fatiguitas y "edades oscuras", se iba a hacer con el centro del comercio colonial matando indios y esclavizando a africanos. Sí, suena fuerte. Pero eso es así. ¿Digo mentira? Y si no que se lo digan a los Tupi Guaraní y sus fatiguitas, que harían a Ford bebe parar olvidar la sangre que traía la plata. Y al final, qué morazo, Ricardo. Échate ahí en el sofalito y duerme la mona.

            Y en el viejo piano caben más cosas. No sólo el adoquinado que encofra una tierra roja preñada de sarcófagos fenicios y un alcantarillado romano, adoquines que debajo no atesoran una playa sino más adoquines y estratos, secretos y gente, aljibes de agua de lluvia y galerías secretas. Ahí vemos a Batillo, el nieto de la tía Norica, las marionetas del sainete que aún mantienen la familia Bablé. Imaginárselo talludito, con una sombra de bozo, en una esquinita, fumándose un cigarrito de la risa mientras intenta vender caballitas recién cojías a los petimetres de punta en blanco, aquellos antiguos señoritos maqueaos, que paseaban su estatus por las mismas calles por las que, muchos siglos después, los angangos pasarían con sus motos a to puño. Siendo el angango esa forma de llamar al lumpen castizo y joven que pasarían por majos en otra época.

            En un viejo piano, sobre todo en Cádiz, se respeta el rito del cafelito, se adora al grano de café, y hay negras metidas dentro. Muy dentro. Esas mujeres que vendían en el baluarte llamado de los negros y del que quedó un callejón que da al muelle. Y un coro. Una raíz olvidada por los años de mezcla que atenuaran el racismo. Nuestra negritud se fue borrando de la piel por mor de no señalarse. Años más tarde regresará en los morenos prietos de las mulatas caleteras y sus cientos de veranos viviendo en la playita.

            Porque las calles anexas al puerto no sólo vieron el contrabando de tabaco de gaditanos que ya no tenían rebaños que Hércules ansiara robar, no sólo las mercancías exóticas, sino también la compra venta de seres humanos que fundaron una cofradía y dejaron mucho más que la caja y el bombo como herencia en la genética musical. La melodía se torna triste en las teclas porque la pena es que Cádiz no sabe que forma parte de lo que se ha venido a llamar la diáspora afroatlántica y que la negritud es parte de nuestra cultura madre, no sólo en ritmos y baile sino también en formas de expresión, formas de vida y formas de plantarse. Está en los compases de doce tiempos, en la pataíta, en el rito del baile en el que a uno lo rodean mientras baila (por bulerías o con el ritmo bantú) y le pasan cosas, se enciende como una hoguera, se entrega al cuerpo bailando. Porque en Cádiz, a pesar del asalto de holandeses, no somos del cartesiano "yo pienso, luego existo", sino del "yo bailo, luego soy". El magno y sencillo baile de Cádiz, que siempre dio que hablar desde las puellae gaditanae y sus crótalos. Que se lo pregunten a Marcial,  a Juvenal o al gallordazo del casto Hipólito.

            Y ustedes dirán: ¿qué carajo es el gran Thymiaterion? Pues un quema-perfumes que alguien se encontró en la Punta de la Nao, en la Caleta, allí, tirado. Como tantas otras cosas para pasmo de arqueólogos. El que dio con él bien podría ser uno de esos buscavidas que echaban pestes del héroe galdosiano Gabriel Araceli y que se planteó llenarlo de un perfume chiclanero más acorde con la sed de alegrías en las fatiguitas del cerco gabacho de Cádiz. Y no se lo llevó a su casa para su colección particular ni se lo vendió a un guiri o a un fanfarrón. Lo donó al museo. El gran Thymiaterion es un objeto milenario que podría haber aromatizado un templo en el que se adoraba a Astarté o a Tanit, que luego sería Afrodita, Venus y luego cualquier sabe qué virgen o patrona. Aquellos míticos templos a los que se iba a preguntar por los sueños y a soñar. Como hizo el que iba a ser César, que soñó su triunfo en el Capitolio. O los que venían a comerciar con el estaño, que soñaban controlar el comercio con los tartesios. O los que atraía la plata americana, que fantaseaban con Eldorado. Las viejas piedras de Cádiz también fomentaron el sueño constante de Pelayo Quintero sobre aquel otro sarcófago fenicio que buscó toda su vida bajo la intuición más perfecta de que existía. Porque estaba debajo de la que había sido su casa, bajo los adoquines.

            Pimpis siempre hubo en el puerto cuando bullía de mercancías y estibadores. Esos que recibían a los viajeros y turistas para ganarse unos duros haciendo de asesor por las callejuelas. Esos que, seguro, contaban historias antiguas con un arte que ya querría Rosetti para su guía. ¿Contarían las del Barco del Arroz, buque que desapareció cargado de lo que ahora se llama "ayuda humanitaria" o el cuento de aquel que naufragó lleno de marranos cerca del faro que acabó siendo el de las puercas? Del tirón.

            En nuestro piano caben barcos cargados de caoba y palisandro, madera para construir los pianos que vendían en el Salón Quirell, sito en la calle Rosario y en el que Manolito Falla estrenó el 16 de agosto de 1899 "Nocturno para piano", "Melodía para violonchelo y piano", "Serenata andaluza para violín y piano" y "Cuarteto en Sol". Bien, Manué, bien, picha.

   
         Las mil y una fatigas que pasó Pericón son antológicas. Lo sabe el perro Smoking y el poeta de Archidona, Ortiz Nuevo, que nos legó su arte de narrador en un libro que debe ser piedra angular de la narrativa a la gaditana. Su hambre y su imaginación quisieron figurarse faluchos cargados de guisos como la verdadera mercancía que importa y niega necesidades vitales. Esas fatigas que también pasaron los componentes de la chirigota El frailazo y sus tragabuches que, cuatro años después de que salieran en carnaval, fueron fusilados por los sediciosos que nunca entienden qué es el Carnaval. Pero las jambres también son los besos en el pan duro que daba mi abuela al tirarlo a la basura
            —No te vayas.

            Y el hambre de calichas de José Peña, artista del cabaré carnavalesco, que de chico, contaba, se comía las tortas de cal de la pared que blanqueaba su madre cada día como metáfora de la jambre que vamos a sufrí, que mire usted que gracia tenemos aquí. De hiel la olla está llena. Que se lo cuenten a Salvochea o a Vicente Ballester o a las cigarreras fusiladas, y que se llaman Micaela, Amparo, Antonia y Francisca. De ahí el cucharón y paso atrás, que es la forma colectiva de comer de muchos trabajadores que tantas veces se levantaron desde los días del Cantón y Salvochea hasta la reconversión naval de 1977.