30 agosto 2018

VIEJA CIUDAD AMURALLADA (I)



1.

            La culpa de todo la tiene el Galiana. Sí. Como te lo digo yo. Porque un día, con vasos en la mano, me viene y me dice:

            —Illo, poeta, ¿por qué no hacemos esto?

            Y claro, el acumulao de cosas que habíamos hablado en los últimos meses era demasiado largo y disperso, pero espléndido: Manolito Falla, el Salón Quirell, la ingente cantidad de pianistas de la Bay of Cádiz, los pianos antiguos que todavía se pudren en las casonas como atrezo cultural y mueble decorativo. Pero Galiana acotó.

            —Si Alberti metió a Cuba en un piano, ¿Por qué no metemos a Cadi?

            —Del tirón —celebré yo—. De arte.

            Y lo metimos en manteca. Arrejuntamos la Suite Trafalgar con los versos canallas desde ese locus enuntiationis que trabajo en mis novelas Carne de Carnaval y Las niñas de Cádiz. Cientos de solos de Bill Evans después (días, meses, años) no sólo escribí un texto que encripta muchas de las cosas que son Cádiz y sus gentes sino que aglutina y coagula muchas horas cotizadas de conversaciones en tabernas y baches hablando de semitismo gadita, de Dmitri Shostakovich y de Chano Lobato, de negruras flamencas y de la manteca lírica de la vieja ciudad amurallada. Entre un pianista de jazz de San Antonio (o de Huerta del Obispo) y un escritor del Mentidero.


            Así que la intención última de este texto es el desvelamiento y aclaración de las múltiples referencias y de ese implícito "el que lo coja pa él" que tiene Cádiz dentro de un piano. O no.

            —A ver qué sale.





2.


            La idea era meter un montón de gente, de cosas, en un piano viejo. En uno de esos astillados muebles con candelabros que envejecían llenos de polvo en los salones que daban a la Alameda Apodaca, prisioneros del eco de las fincas vacías. Pianos de arpas baldás que no aguantaban el 440, de teclas que han soportado las lecciones de las señoritas, las repeticiones, los ejercicios, los esquemas rítmicos de Hilarión Eslava. Esas señoritas bien que aspiraban a que sus polonesas se pasearan por el teclado con su chopiniano paso como aquel "placer barato de todas las clases sociales" del que hablaba Richard Ford cuando reseñaba los paseos públicos del Cádiz rico y emporio del orbe. Y que aquí conocemos como "vueltecita gaditana".

            Ahí sale José Cubiles, o entra y se acuclilla, mejor dicho. Cubiles era un señor pianista que tiene el honor de aparecer en el callejero con esa justicia poética del olvido popular, que lo mismo te habla de "la plaza de toros" que a un hospital lo llama residencia. El pobre Cubiles, que pasó a ser "los Callejones", comparte olvido con la sonrisa amarillenta de Moloch, el ídolo al que los fenicios rendían culto y que devoraba en sus llamas a los hijos primogénitos (supuestamente). Y que debería estar en el escudo de Cádiz, si sus fundadores fueron los tirios que vinieron tres veces. Y no un griego que vino a trabajar y a dar por culo a unos toros. Shhh, esto pa ti y pa mí: cuenta la leyenda o el mito que las familias bien semitas compraban niños pobres para el sacrificio y así mantener a sus herederos en el lugar privilegiado.

         Y ya que hablábamos de entornos burgueses construidos gracias a la siempre olvidada y sangrienta "acumulación originaria", no podían faltar los miriñaques, aquellos aparatosos trajes, ni las Sicur, ese apellido de alcurnia que dicen dio el adjetivo cursi. Ni los catalejos morsegones de los señores comerciantes que buscaban en la bahía la mercancía (de papas hasta esclavos) desde las torres miradores como un protoejercicio financiero de la información privilegiada.

            Y el cante sin partituras y sin "uno" (que está en el pie) que es la música que aquí se creó con el toquetazo negro y americano, muchos siglos antes que la exuberancia musical de New Orleans, para pasmo de músicos de conservatorio. Cante que no se creó de la nada ni en siete días, como el mundo o Cádiz, ni en oscuros lugares secretos. Sino en aquella ciudad portuaria con gitanerías y mercado de esclavos, repleta de italianos, franceses, ingleses, alemanes y tantísima gente de paso que adaptaron, al aire del folclore, las novedades musicales de las llamadas Indias.

            Imagino al viajero inglés Ford escuchado ese quejío en uno de esos primeros cafés en los que se tomaba café por primera vez en una Europa que, después de tantas fatiguitas y "edades oscuras", se iba a hacer con el centro del comercio colonial matando indios y esclavizando a africanos. Sí, suena fuerte. Pero eso es así. ¿Digo mentira? Y si no que se lo digan a los Tupi Guaraní y sus fatiguitas, que harían a Ford bebe parar olvidar la sangre que traía la plata. Y al final, qué morazo, Ricardo. Échate ahí en el sofalito y duerme la mona.

            Y en el viejo piano caben más cosas. No sólo el adoquinado que encofra una tierra roja preñada de sarcófagos fenicios y un alcantarillado romano, adoquines que debajo no atesoran una playa sino más adoquines y estratos, secretos y gente, aljibes de agua de lluvia y galerías secretas. Ahí vemos a Batillo, el nieto de la tía Norica, las marionetas del sainete que aún mantienen la familia Bablé. Imaginárselo talludito, con una sombra de bozo, en una esquinita, fumándose un cigarrito de la risa mientras intenta vender caballitas recién cojías a los petimetres de punta en blanco, aquellos antiguos señoritos maqueaos, que paseaban su estatus por las mismas calles por las que, muchos siglos después, los angangos pasarían con sus motos a to puño. Siendo el angango esa forma de llamar al lumpen castizo y joven que pasarían por majos en otra época.

            En un viejo piano, sobre todo en Cádiz, se respeta el rito del cafelito, se adora al grano de café, y hay negras metidas dentro. Muy dentro. Esas mujeres que vendían en el baluarte llamado de los negros y del que quedó un callejón que da al muelle. Y un coro. Una raíz olvidada por los años de mezcla que atenuaran el racismo. Nuestra negritud se fue borrando de la piel por mor de no señalarse. Años más tarde regresará en los morenos prietos de las mulatas caleteras y sus cientos de veranos viviendo en la playita.

            Porque las calles anexas al puerto no sólo vieron el contrabando de tabaco de gaditanos que ya no tenían rebaños que Hércules ansiara robar, no sólo las mercancías exóticas, sino también la compra venta de seres humanos que fundaron una cofradía y dejaron mucho más que la caja y el bombo como herencia en la genética musical. La melodía se torna triste en las teclas porque la pena es que Cádiz no sabe que forma parte de lo que se ha venido a llamar la diáspora afroatlántica y que la negritud es parte de nuestra cultura madre, no sólo en ritmos y baile sino también en formas de expresión, formas de vida y formas de plantarse. Está en los compases de doce tiempos, en la pataíta, en el rito del baile en el que a uno lo rodean mientras baila (por bulerías o con el ritmo bantú) y le pasan cosas, se enciende como una hoguera, se entrega al cuerpo bailando. Porque en Cádiz, a pesar del asalto de holandeses, no somos del cartesiano "yo pienso, luego existo", sino del "yo bailo, luego soy". El magno y sencillo baile de Cádiz, que siempre dio que hablar desde las puellae gaditanae y sus crótalos. Que se lo pregunten a Marcial,  a Juvenal o al gallordazo del casto Hipólito.

            Y ustedes dirán: ¿qué carajo es el gran Thymiaterion? Pues un quema-perfumes que alguien se encontró en la Punta de la Nao, en la Caleta, allí, tirado. Como tantas otras cosas para pasmo de arqueólogos. El que dio con él bien podría ser uno de esos buscavidas que echaban pestes del héroe galdosiano Gabriel Araceli y que se planteó llenarlo de un perfume chiclanero más acorde con la sed de alegrías en las fatiguitas del cerco gabacho de Cádiz. Y no se lo llevó a su casa para su colección particular ni se lo vendió a un guiri o a un fanfarrón. Lo donó al museo. El gran Thymiaterion es un objeto milenario que podría haber aromatizado un templo en el que se adoraba a Astarté o a Tanit, que luego sería Afrodita, Venus y luego cualquier sabe qué virgen o patrona. Aquellos míticos templos a los que se iba a preguntar por los sueños y a soñar. Como hizo el que iba a ser César, que soñó su triunfo en el Capitolio. O los que venían a comerciar con el estaño, que soñaban controlar el comercio con los tartesios. O los que atraía la plata americana, que fantaseaban con Eldorado. Las viejas piedras de Cádiz también fomentaron el sueño constante de Pelayo Quintero sobre aquel otro sarcófago fenicio que buscó toda su vida bajo la intuición más perfecta de que existía. Porque estaba debajo de la que había sido su casa, bajo los adoquines.

            Pimpis siempre hubo en el puerto cuando bullía de mercancías y estibadores. Esos que recibían a los viajeros y turistas para ganarse unos duros haciendo de asesor por las callejuelas. Esos que, seguro, contaban historias antiguas con un arte que ya querría Rosetti para su guía. ¿Contarían las del Barco del Arroz, buque que desapareció cargado de lo que ahora se llama "ayuda humanitaria" o el cuento de aquel que naufragó lleno de marranos cerca del faro que acabó siendo el de las puercas? Del tirón.

            En nuestro piano caben barcos cargados de caoba y palisandro, madera para construir los pianos que vendían en el Salón Quirell, sito en la calle Rosario y en el que Manolito Falla estrenó el 16 de agosto de 1899 "Nocturno para piano", "Melodía para violonchelo y piano", "Serenata andaluza para violín y piano" y "Cuarteto en Sol". Bien, Manué, bien, picha.

   
         Las mil y una fatigas que pasó Pericón son antológicas. Lo sabe el perro Smoking y el poeta de Archidona, Ortiz Nuevo, que nos legó su arte de narrador en un libro que debe ser piedra angular de la narrativa a la gaditana. Su hambre y su imaginación quisieron figurarse faluchos cargados de guisos como la verdadera mercancía que importa y niega necesidades vitales. Esas fatigas que también pasaron los componentes de la chirigota El frailazo y sus tragabuches que, cuatro años después de que salieran en carnaval, fueron fusilados por los sediciosos que nunca entienden qué es el Carnaval. Pero las jambres también son los besos en el pan duro que daba mi abuela al tirarlo a la basura
            —No te vayas.

            Y el hambre de calichas de José Peña, artista del cabaré carnavalesco, que de chico, contaba, se comía las tortas de cal de la pared que blanqueaba su madre cada día como metáfora de la jambre que vamos a sufrí, que mire usted que gracia tenemos aquí. De hiel la olla está llena. Que se lo cuenten a Salvochea o a Vicente Ballester o a las cigarreras fusiladas, y que se llaman Micaela, Amparo, Antonia y Francisca. De ahí el cucharón y paso atrás, que es la forma colectiva de comer de muchos trabajadores que tantas veces se levantaron desde los días del Cantón y Salvochea hasta la reconversión naval de 1977.




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