31 agosto 2018

Vieja ciudad amurallada (II)


David Monthiel


En nuestro piano también caben las penas y fatigas, la saudade, de estar fuera del radio de acción magnético de las dos islitas en las que los tirios (como dijimos) fundaron una ciudad que aparece en la Divina Comedia, en Moby Dick y de refilón en la Biblia como Tharsis. Y la forraron de piedra para protegerse de lo chungo que estaba el mar por esos días de guerras púnicas. Qué mejor palabra para un viñero inspirado, mientras sueña con una berza gitana, que llamar a lo que le pasa en tierras germanas saudade. Y luego añada que suena a jabón de baño para pasmo de su compañero de tajo turco. Saudade o nostalgia. Algo de lo que sabían mucho aquellas familias judías que acabaron en Cádiz buscando el amparo del Marqués de Cádiz cuando tuvieron que marcharse, esconderse o convertirse y dejar las puertas abiertas de sus casas. Muchos de Medina también se exiliaron, se vinieron y se quedaron viviendo en partiditos, el troceo de las grandes fincas hechas casas de vecinos, que con el paso de los años, nadie rehabilitaba. Y se caían de pena con baños comunes y mucha humedá. Con palios de puntales que aguantan la miseria y los asustaviejas. Pero también mucho sentido de la comunidad.

            En el viejo piano también cabe el marisqueo sostenible de las lajas y la pesca, el arte de coger dos mojarritas a la vez, que se dice enchampelás, hacer un aparejo con plomá para la caña de carrete y enganchar en un lance un capitel de una columna de cualquiera sabe de qué templo y que los listos llamaron protoeólico, por acercarlo a los tres estilos griegos.

            —Qué pechá de griego.

            Porque, claro, no sabemos cómo los arquitectos fenicios llamaban a esos capiteles desde que Cartago delenda est. Como Balbo, de familia fenicia y canastera, sabía que los romanos flipaban con el garum, nosotros sabemos que los chinos ansían las holoturias —carajos de mar— para su gastronomía. Y se los llevan a espuertas.

            ¿Cuántos bares como hogares caben en el piano? ¿Cuántos baches (que así es como se llama en Cadi-Cadi) y tabernas cerraron? ¿Qué fue del Maletilla, de La privadilla, que era bar desde 1812? ¿Se han fijado que La Parra del Veedor es bar desde 1791? ¿Quién no se ha comido un lunes de coros una tortilla de papas con sabor a pescao?

            Caben también la cantidad de árboles que nos honran con su sombra. Desde los eucaliptos del Cementerio de los ingleses (una prueba de que si te morías en Cádiz como protestante te podían enterrar) hasta el ombú del parque Genovés o los viejos acebuches que dieron el nombre a otra la isla, la que no era la de la tierra roja. Y aquel gigantesco drago del que hablaremos después.

            En el piano cabe el gran cantaor Silverio Franconetti, que seguro se descojonó y contrató a la chirigota de Las viejas ricas para el Café del Burrero. Y me pregunta, desde el fondo de los tiempos como un disco rallao que no grabó, por qué no cito al músico más grande de Cádiz, al Mellizo.

            —Qué ojana, pisha.

            Tanto éxito tuvieron en la amistad Silverio y los de Cádiz que los chirigoteros cargaron el ataúd del cantaor sevillano cuando se murió. Y perdona Federico pero a mí también me sale eso de:

            —Entre carnaval y flamenco, ¡cómo cantaría aquella chirigota!

            Las viejas ricas cantaban que Cádiz era de plata pero también cáliz de la amargura. Y un tango en el que se señalaba la sempiterna queja de la falta de industrialización y la crisis del comercio. El ciclo de esplendor y mojón puede explicarse con la historia de la calle Plocia, anexa al muelle, que mantuvo hasta los años noventa algunos locales en los que había señoras que se prostituían. Y que nos recuerda a aquellas músicas y bailarinas ("hábiles para el canto y el baile") que Eudoxo de Cícico se llevó en su barco para "el entretenimiento" en su vuelta a África. Aún se escuchaba el rumor del recuerdo de las antiguas noches de juerga, de marineros, borracheras, cabaré y excesos de barrio chino. Y aquel tabaquito americano que ofrecía a los griegos de francachela un Gerión al que dejó sin trabajo el Hércules deslocalizador que se llevó los toros a otro lado.

            La riqueza del comercio de plata y esclavos produjo una calidad de vida que posibilitó que un grupo de gaditanos contratara al mejor músico de la época, Haydn, para que compusiera la música del pasodoble de un templo ostentoso y recogío a la vez. Visitaban Cádiz los románticos con sus cuadernos de notas llenos de impresiones sobre la luz, las torres miradores, sus paseos públicos, sus flamencos, sus filles de Cadix. Goya retrataba a los insignes, se llevaba sus talegos buenos y se recuperaba de sus males. Léo Delibes componía su canción sobre las gaditanas con letra de Alfred de Musset. Como si escribieran el pasodoble de piropo a la gaditana, pero en el rollo cultureta.

            En los salones, a modo de cachondeo de Juan Ignacio González del Castillo, sainetista de las cosas de ese Cádiz ampuloso de majos y petrimetres, de burgueses y protoflamencos, se leía de todo. La prensa internacional. Y se inventa el chiste de la Gaceta de Leiden y la de Lugano. Mención especial para aquella gaditana (¿por qué tiene que ser un nota?) que perdió un vaso en Vicarello con la ruta directa de Cádiz a Roma que tantas veces, imagino, hizo el Balbo para ser nombrado cónsul. Imaginar el vaso de Vicarello lleno de manteca colorá es algo necesario. Y determinante.

            Caben lágrimas. Como las de aquella noche en la que Paco Alba, el conileño que sorprendió a Pemán con su pluma, lloró en el teatro Falla. Y salidas y detalles como lo del zapatero en "Las calles de Cádiz", Ignacio Espeleta, cuando no se acordó de la letra y dijo, en sus alegrías, tirititrán. Para que luego digan "Viva París" cuando alguien canta moderno con la más gruesa ironía, jaleo a la altura de la explicación más basta para la palabra bastinazo.

            Lo explicó el profesor Paco Vázquez cuando aclaró lo de la fama de maricones aireada por un escritor fascista. En Cádiz había prostitución masculina reglada para pasmo de mesetarios, mojigatos que nada entendían y que insultaban, como Cela, a los que aquí nacieron. Pero la Petróleo y la Salvaora son dos exponentes del mariquita de Cádiz de verdad, gloria eterna del arte de vivir y de estar en el mundo, las artistas del hambre y la gracia, a las que llamaban para las fiestas de artistas, artistas de artistas, dando volteretas por el mundo. Dos grandes mujeres. ¿Cuántas hambres no habrán resuelto con esa variante dulce de las gachas que es la poleá?   

            La gracia no es patrimonio sólo de esta ciudad. Hay mil y una formas de exponerla, de compartirla, de considerarla. Pero la rapidez del comentario, su brevedad y su tempo son un arte difícil de superar para alguien que, como Macías Retes, dio en el clavo. Y sobre todo fue el descaro, el atrevimiento contra el poder de esos diez alcaldes franquistas atragantados en la memoria. La cosa es como sigue. José Macías Retes dirige el coro Alí Babá y los cuarenta ladrones en un invierno de 1953. Las Fiestas típicas son el consuelo franquista para los gaditanos. El coro canta en el Ventorrillo del Chato, ante las autoridades. El entonces alcalde de Cádiz, el franquista José León de Carranza, se acercó a su director, Macías Retes (siempre en líos por su militancia política comunista), y ordenó ser fotografiado con ellos. La respuesta: “¡Venga usted, Don José León, un ladrón más o menos no importa!”

            Lo contaba Agustín el Chimenea, autor de prodigiosos trabalenguas carnavalescos, pura jitanjáforas en los estribillos, en sus memorias y anécdotas del carnaval.

            Las neveras voladoras, dice el mito, cayeron sobre los antidisturbios en la batalla de la Barriada de la paz. ¿Qué hubieran hecho los trabajadores de Astilleros en guerra contra los despidos y la reconversión con los fusiles que Fermín Salvochea quiso comprar con la venta de la custodia del Corpus el día que se declaró el Cantón de Cádiz? Cualquiera sabe.

            Quizá muchos de los hijos de aquellos trabajadores fueron a trabajar a Castellón, a sus fábricas de azulejos y lloraron con las cuartetas finales del popurrí. Esas que siempre se van a la Viña. Puede que escondieran su acento o lo prodigaran para obtener los premios de las gracias por ser de Cádiz en el extranjero. Porque no es lo mismo decir yes, que sí, que ji, ni tener el arte para sacar un cuplé que se incrustó en la memoria popular sobre la reja del muelle y el cartel de carnaval que un Alberti "chocho" dibujó para el Carnaval de Cádiz de 1992.

            —¿Qué carajo es eso dios-mío-de-mi-arma?

            Nunca tuvieron sitio en las letras de pasodobles el bárcida Amílcar, la depurada técnica del perchaso de los clavadistas del Puente Canal o el centenario drago derrumbado de la Escuela de Arte del Callejón del Tinte, que se cayó ante la pasividad de las instituciones.

            —Qué pellejazo pegó, ojú-ojú.

            Lo decía el estribillo: ten cuidao con las esquinas, que te encuentras a cualquiera. Y así llegan los morazos inesperados, como sube la marea. Y se acaba pidiéndole al Nazareno que nos de pelazo y no pasemos las fatiguitas de Enrique el Mellizo para librar a sus hijos de la mili.


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