David Monthiel
Contar historias no es algo que se haga de forma
inocente. Se pueden contar las penas y alegrías de un campesino ruso, las
penalidades de los cosacos, o la cantidad de nihilismo que alberga un joven
dinámico, y vanguardia de la modernidad, para matar por placer, con saña,
sadismo y una sonrisa, a parte de su comunidad. Se puede narrar la vida y el habla de un gueto de
Baltimore o la correlación de debilidades de un instituto estadounidense. Y
podemos comprenderlas y asumirlas como propias. Identificarnos. Escribirlas
nosotros. Pensar que hablan de nosotras con la ingenuidad de un muerto viviente.
Aunque no hablen de nosotras.
¿Quién contará las miserias y grandezas de La Baja
Andalucía, reino de Taifa que tan bien conocieron Silvio Fernández Melgarejo y
Antonio Chacón? ¿Quién rebatirá la larga lista de tópicos que los viajeros
románticos nos legaron como un fardo con el que cargamos? ¿Cómo destruir esas miradas
coloniales que muchos repiten como educación sentimental y hacen caja? ¿Quién
acabará con los roles
subalternos, los costumbristas, para aparecer en sus historias, esas que
importan para el mercado: la chacha, la lozana andaluza, el pícaro tartanero,
el gracioso, la Carmen, el gitanito, la Lola, el currante no especializado, el
flojo, el artista cani carne de lista
de éxitos? ¿Quiénes bebieron hasta saciarse y luego rompieron las botellas?
¿Quiénes expurgaron los fardos de Pericón? ¿No tuvimos ya suficientes
relatos sobre grises funcionarios solitarios en grandes y deshumanizadas
ciudades, sobre solteros infértiles que se debatían entre la neurosis y el
aburrimiento? ¿No tuvimos suficiente de esa narrativa aséptica y colonial que
imita la forma de narrar de otros localismos más fuertes o con más difusión y
cancha en el mercado?
Necesitamos otro tipo de historias, esas que nunca leímos
sobre nosotras mismas, que nunca suceden en contextos en los que atesoramos
fuertes experiencias vitales, como en el carnaval, la playa, la ratonera de calles,
la plaza de abastos, los baches, el café de Levante, los descampaos, las salinas, los bloques del Campo del Sur y los de la
punta de San Felipe. Historias que pasan al otro lado del tabique o del muro de
piedra ostinonera que escupe agua y te tira calichas al suelo hidráulico, que
suceden en patios de vecinos donde existe el sentido de la comunidad y la
maldad enquistada de la vida en común, historias de esa esquinita donde tres
puretas, con la camisa desabrochada, fuman porros y venden una cajita de
caballas, de camareras de un bar donde paran los intelectuales provincianos. Necesitamos
que sea contada la azarosa vida de un baratillero que todos los domingos por la
mañana vende su quincalla sacada de la basura o de la limosna. Historias que
hablen de que las
intuiciones teóricas y críticas de las vanguardias europeas e históricas
(dadaísmo, surrealismo, situacionismo) las llevamos a cabo aquí. Diariamente. Desde
siempre. Y de forma popular ¿No merece eso ser contado? ¿Dónde están los cinco
mil novelistas andaluces de los que hablaba Manuel Vázquez Montalbán en Asesinato en el Comité Central?
Porque ni el slang de New Orleans, las mafias del
Bronx o las cuitas de un centroeuropeo valen más (o son más guays, que diría
Bourdieu) que la jerga de un caletero o las fatiguitas de una anciana en El
Cerro del Moro. Aunque muchos defiendan que sí lo son y lo crean y tachen de
costumbrista y localista discursos narrativos "metíos en manteca". Relatos para mojar pan en la literatura de
verdad, en la que se habla de la gente de abajo, de las víctimas, de los que
sufren. Donde late la vida. Al otro lado de los suplementos, los premios, de
las operaciones editoriales, en las casetas de las ferias del libro, en las
calles ¿había o hay voces flameantes que ya nadie escucha? ¿Hay boquetes,
tabernas, viejos que narran, mujeres que hilan su historia de fatigas y
alegrías? ¿Es ese narrar un decir que es un hacer, fruto de la necesidad que
brota?