David
Monthiel
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Para
el mayestático sin comunidad y sus recetas será difícil entender la
confesionalidad de mi testimonio. Para la vanguardia de la opinión y los cien
mil editorialistas que se leen entre ellos, también. El creyente dirá que soy
pesimista, informado, pero pesimista, y algo miedoso. Y qué decir de los
optimistas de la grosería y los pesimistas de la voluntad. Todos dicen que hay
mucho ruido. Haciendo ruido. Es general. A veces es hasta generalísimo.
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Sé
que mi miedo es de raíz plantada en cunetas. Un miedo transformado en silencio.
Un miedo fagocitado en cuarenta años de paz, consumo y algodones.
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Y
somatizo: me levanto cansado, me acuesto sin poder dormir, sueño cosas raras, me
quedo mirando al vacío, evito mirar la floración de balcones de las embajadas
tras la lluvia nacionalista, prescindo de ponerme camisetas sensibles al estado
de polarización generalísima, me escapo de los comentarios de ascensor sobre la
situación.
Y
todo se complica: temo sufrir y ya sufro. El futuro del que habla el coaching, los planes de pensiones, los
bancos y la educación privada se borra así: pin, en una desbandada simbólica de
mi alegría.
Podría
trazar, con astucia para venirme arriba, darme ánimos y resistir, hilos rojos
como la sangre derramada hasta otras voces,
otros ámbitos. Pero no encuentro consuelo en la memoria. No encuentro valentía,
ni arrojo. Seré yo. Lo sé. Se me conectan los tiempos en un hilo negro de
terror y muerte, de tensión callejera y alzamientos. Se me llena el día de visitas y paseos, de rapadas y de
ricinos. De preámbulos balcánicos. De bombardeos en dibujos infantiles, rayitas
que caen del cielo. Beso el pan que tiro a la basura. Se me cruza por la calle
el tipo que delató a la familia de Ana
Frank, con una sonrisa satisfecha, desenmascarado, escucho los golpes en la
puerta de madrugada del Cuarteto nº 8de Dmitri Shostakovich. Pienso en la
banalidad del mal, en el cambio de la rueda, en los coletazos de un monstruo que se sabe moribundo pero letal y en
todos los Eichmann que se han ido a
desayunar señalando a mis amigos en una lista.
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Os
pido disculpas.
Así
que, cuando deje de nevar y la nieve se derrita, aparecerá de nuevo el barro de
las cunetas. Sabremos que la nieve, con su blancura y silencio, escondía el
cieno.
Y
quizá la esperanza.
Aro que sí, pisha mía.