David
Monthiel
No vengo armado de verdades
decisivas. Ni baratas. Ni pasadas de rosca. Ni resabiadas. Mi carne y mi sangre carecen de los resplandores
esenciales del analista de los acontecimientos en pleno desarrollo. Carecen del
distanciamiento del cínico, ese que en su chalecito ontológico (que pasa por
tinaja de Diógenes), escucha los
ecos de su propio argumento. Sin embargo, pienso que sería bueno decir unas
cuantas cositas que vale la pena que sean bien dichas. Estas cosas no voy a
gritarlas, ni a etiquetártelas. Porque hace tiempo, bastante tiempo, que el
grito y las etiquetas salieron de mi vida.
Para
el mayestático sin comunidad y sus recetas será difícil entender la
confesionalidad de mi testimonio. Para la vanguardia de la opinión y los cien
mil editorialistas que se leen entre ellos, también. El creyente dirá que soy
pesimista, informado, pero pesimista, y algo miedoso. Y qué decir de los
optimistas de la grosería y los pesimistas de la voluntad. Todos dicen que hay
mucho ruido. Haciendo ruido. Es general. A veces es hasta generalísimo.
El
ruido me genera miedo. Intranquilidad. Sinvivir. Un miedo que me atenaza y
paraliza tras leer cada meme del unionismo esquizoide, ese de "vete"
pero "quédate, hijo de puta", cada correlación de debilidades, cada video de palos,
cada agresión de las hordas impunes, cada mentira, cada a por ellos, cada eufemismo de fascismo, cada fotografía de robots
armados ironizando con el diálogo, cada discurso escrito en un fusilamiento, tras
escuchar eso de "enfrentamiento entre radicales
y defensores", entre golpistas y
golpeados. Me agarra tras ver los trailers de proyectos nacionales fallidos, tras
ver trapos sobre saludos romanos, sobre discos duros, sobre fachadas
financiadas por lo negro. Me inquieta ver a Piolín, que Amnistía Internacional
se haya pronunciado por los presos políticos, esos que no existen.
Sé
que mi miedo es de raíz plantada en cunetas. Un miedo transformado en silencio.
Un miedo fagocitado en cuarenta años de paz, consumo y algodones.
Ya no es el deseo de ser piel roja. Sino el
deseo de ser cíclope para facilitar la ceguera. Porque ya no es el miedo a que vendrán más años y nos harán más ciegos.
Todo lo vemos. Flotan nuestros ojos en el cloroformo de lo todo-visto. Y
proyecto: las imágenes del exilio, del periplo por las embajadas, los
pasaportes imaginarios que tamponan los funcionarios de la despedida.
Y
somatizo: me levanto cansado, me acuesto sin poder dormir, sueño cosas raras, me
quedo mirando al vacío, evito mirar la floración de balcones de las embajadas
tras la lluvia nacionalista, prescindo de ponerme camisetas sensibles al estado
de polarización generalísima, me escapo de los comentarios de ascensor sobre la
situación.
Y
todo se complica: temo sufrir y ya sufro. El futuro del que habla el coaching, los planes de pensiones, los
bancos y la educación privada se borra así: pin, en una desbandada simbólica de
mi alegría.
Podría
trazar, con astucia para venirme arriba, darme ánimos y resistir, hilos rojos
como la sangre derramada hasta otras voces,
otros ámbitos. Pero no encuentro consuelo en la memoria. No encuentro valentía,
ni arrojo. Seré yo. Lo sé. Se me conectan los tiempos en un hilo negro de
terror y muerte, de tensión callejera y alzamientos. Se me llena el día de visitas y paseos, de rapadas y de
ricinos. De preámbulos balcánicos. De bombardeos en dibujos infantiles, rayitas
que caen del cielo. Beso el pan que tiro a la basura. Se me cruza por la calle
el tipo que delató a la familia de Ana
Frank, con una sonrisa satisfecha, desenmascarado, escucho los golpes en la
puerta de madrugada del Cuarteto nº 8de Dmitri Shostakovich. Pienso en la
banalidad del mal, en el cambio de la rueda, en los coletazos de un monstruo que se sabe moribundo pero letal y en
todos los Eichmann que se han ido a
desayunar señalando a mis amigos en una lista.
Este
miedo me cansa, me achara y me derrota. Me hace balbucear. Y escribir a
destiempo. Sé que no se entiende nada. ¿Quién carajo es Diógenes? ¿Qué significa "el mayestático sin comunidad"?
¿Y "chalecito ontológico"? Siento usar el lenguaje de los perseguidos,
o los que podrán serlo. Es más seguro usar el soniquete del Apocalipsis, ese texto encriptado para
que los perseguidores no se enteraran de ná.
Os
pido disculpas.
Así
que, cuando deje de nevar y la nieve se derrita, aparecerá de nuevo el barro de
las cunetas. Sabremos que la nieve, con su blancura y silencio, escondía el
cieno.
Y
quizá la esperanza.
Aro que sí, pisha mía.