Diz que yo, Almás ibn Chúder al-Samani, la vejez he dado en sentarme a escribir los recuerdos de mi vida.
Jamás he conocido a nadie que fuera capaz de explicarme por qué recuerdan los hombres. Por qué los años, que se llevan el vigor y sus fuerzas, no les conceden a cambio el clemente galardón del olvido. Por qué no barren esos hilos con los que trenzamos los velos que a veces calientan nuestro corazones, pero que siempre acaba por ahogarlos.
He aquí que yo he decidido arrancar los que cubren el mío y destejerlos y extenderlos ante mí y reconocerlos igual que si explorase un monte cubierto de piedras bajo las que se oclutan víboras y joyas. Sabiendo que, a menudo, el áspid y el rubí se esconden bajo la misma laja terrible para buscar cada uno en el otro el calor que a ambos les falta. Pues juntos viven el espanto y la maravilla. La muerte y la dicha hacen buenas migas, la droga fatal prefiere los dulces más gustosos y el puñal es más agudo en las noches de total felicidad. Así es; así lo he visto siempre.
Ante mí han muerto califas y derviches. He compartido la gloria de Seyf al-Dawla y el gran Abd al-Rahman ibn Muhammad. He sido testigo de hechos desgraciados y feroces, así como de grandes maravillas y de sucesos inexplicables. He vivido días de sangre y noches del más dulce de los amores. Conozco el filo del alfanje y la caricia de la mujer dichosa.
Y ahora, en las mañanas claras, puedo ver desde mi retiro el polvo que levantan los ejércitos en el horizonte y escuchar los agudos lelilíes con que se enfrentan entre síi mis hermanos mientras pienso que los tiempos de honor y de la grandeza han concluido para los creyentes.
La impiedad, la estupidez y la codicia reúnen más partidarios que la nobleza y la fidelidad. Las viejas banderas victoriosas yacen cubiertas de polvo en oscuros algorines y los ojos de los hombres se hallan tan cerrados que si el mismo Profeta regresara al mundo no encontraría un puñado de fieles que le siguiese. Son tiempos de traición y de perfidia, buenos solamente para eunucos y los embusteros. Nuestro príncipes son bellacos; nuestros cadíes, venales; los mercaderes, tramposos, y los capitanes, crueles y cobardes. El corazón de los hombres se ha arrugado como una fruta pasa y se ignoran las virtudes que hicieron de nuestro pueblo el más grande que jamás vieran los siglos.
Yo soy ya demasiado viejo para empuñar la lanza y bajar al llano. Pero tal vez la historia de cómo me hice caballero sirva para que el pecho de algún joven se dilate leyéndola y, tomando algún noble estandarte, muestre a sus hermanos la vieja senda del valor y de la gloria.
Esto es de Alberto Porlan, de su novela "Luz del Oriente" Mondadori 1991
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