
El anciano pintor Wang-Fô y su discípulo Ling erraban por los caminos del reino de Han.
Avanzaban lentamente, pues Wang-Fô se detenía durante la noche a contemplar los astros y durante el día a mirar las libélulas. No iban muy cargados, ya que Wang-Fô amaba la imagen de las cosas y no las cosas en sí mismas, y ningún objeto del mundo le parecía digno de ser adquirido a no ser pinceles, tarros de laca y rollos de seda o de papel de arroz. Eran pobres, pues Wang-Fô trocaba sus pinturas por una ración de mijo y despreciaba las monedas de plata. Su discípulo Ling, doblándose bajo el peso de un saco lleno de bocetos, encorvaba respetuosamente la espalda como si llevara encima la bóveda celeste, ya que aquel saco, a los ojos de Ling, estaba lleno de montañas cubiertas de nieve, de ríos en primavera y del rostro de la luna de verano.
Ling no había nacido para correr los caminos al lado de un anciano que se apoderaba de la aurora y apresaba el crepúsculo. Su padre era cambista de oro; su madre era la hija única de un comerciante de jade, que le había legado sus bienes maldiciéndola por no ser un hijo. Ling había crecido en una casa donde la riqueza abolía las inseguridades. Aquella existencia, cuidadosamente resguardada, lo había vuelto tímido: tenía miedo de los insectos, de la tormenta y del rostro de los muertos. Cuando cumplió quince años, su padre le escogió una esposa, y la eligió muy bella, pues la idea de la felicidad que proporcionaba a su hijo lo consolaba de haber llegado a la edad en que la noche sólo sirve para dormir. La esposa de Ling era frágil como un junco, infantil como la leche, dulce como la saliva, salada como las lágrimas. Después de la boda, los padres de Ling llevaron su discreción hasta el punto de morirse, y su hijo se quedó solo en su casa pintada de cinabrio, en compañía de su joven esposa, que sonreía sin cesar, y de un ciruelo que daba flores rosas cada primavera. Ling amó a aquella mujer de corazón límpido igual que se ama a un espejo que no se empaña nunca, o a un talismán que siempre nos protege. Acudía a las c

Margueritte Yourcenar, Cuentos Orientales.
5 comentarios:
compraba el polen afgano mojao por las aguas del yang tse.
so peaso de vesino
abrasos
Quillo, ¿no es sieso el vecino ese ni na? El carnval que? Bien?
Jajajajajaja!Q punto más gÜeno el del vecino!La verdad es que es un cuento muy hermoso, me parece de mu buen gusto que lo hayas escogido y da pie a unas reflexiones muy interesantes sobre lo que verdaderamente merece la pena en la vida.Lo mejor es que esos buenos momentos no se pueden atrapar para siempre sólo podemos acariciarlos y dejarlos volar. De ahí tal vez surge el arte, del deseo de atrapar en una instantánea(un poema,un cuadro etc)aquello q es impermanente. Porzierto, killo, te sigo invitando a q vengas al insti si te aptc.Bsos, paisano!
mándame un email a dabolico@hotmail.com con fechas, dias lugares y demás.
abrasos a tós.
¿el texto q se muestra aca es el verdadero cuento
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