Nuestros hijos guardan para mañana jirones de nosotros,
piezas sueltas que irán encajando con los años
hasta creer que nos conocen.
También nosotros, encajando recuerdos, comentarios,
noticias más o menos fidedignas,
hemos sabido sobre nuestros padres, quiénes eran, qué
hicieron.
Pero nuestros hijos tendrán menos suerte:
tanta tecnología lo enmascara todo,
tantas fotos y copias falsean el recuerdo.
No olvidemos que la memoria se nutre de inexactitudes,
de imágenes borrosas que garantizan otras claridades.
Nuestos hijos necesitarán psicólogos,
psiquiatras, matemáticos que les ayuden a sumar
tantos jirones sueltos. Lástima de fotos.
Lástima de imágenes en movimiento.
Los hermanos Lumiére seguramente
no guardaton a papá Lumiére dentro de un rollo.
Ni el joven Jacques a papá Daguerre.
Ni el bebé Shakespeare necesitó escribir un drama
sobre las manos de su padre.
¿Qué van a hacer, entonces, un hijo del albañil,
un peatón sin gafas, un huérfano habitual,
o una joven con ligas en esta época de espejismos flamantes?
Abundan máscaras digitales, capirotes con voz,
fórmulas estéticas que disimulan el olvido.
Repito: se equivocan. Si cada instante olvidásemos algo,
seguiríamos vivos intentado recordarlo luego.
Temo acabar siendo una foto digital,
de esas que se retocan, giran, embellecen.
Temo que alguno de mis hijos -alguna vez al menos
use mi rostro como salvapantallas.
De "Fiesta de disfraces" Calambur, 2006
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