Si mala cosa es el gobierno de Cameron para quienes pretenden un cambio radical, la Copa del Mundo es todavía peor. Nos recuerda a todos lo que probablemente seguirá atravesándose en el camino de ese cambio mucho tiempo después de que la coalición [liberal-conservadora] haya muerto. Si cualquier fundación intelectual derechista tuviera que dar con un esquema capaz de distraer al populacho de la injusticia política y compensarlo por una vida de durísimo trabajo, la solución siempre sería la misma: fútbol. Salvo el socialismo, no se ha imaginado manera más refinada de resolver los problemas del capitalismo. Y en la concurrencia entre socialismo y fútbol, el fútbol va varios años luz por delante.
Las sociedades modernas niegan a los hombres y a las mujeres la experiencia de la solidaridad, experiencia que el fútbol proporciona hasta el extremo del delirio colectivo. Muchos mecánicos y muchos dependientes de comercio se sienten excluidos de la alta cultura; pero una vez a la semana son testigos de representaciones artísticamente sublimes, ejecutadas por hombres para los que el calificativo de genios no resulta, a veces, hiperbólico. Como en una banda de jazz o en una compañía de teatro, el fútbol amalgama talento individual deslumbrante y abnegado trabajo colectivo, resolviendo así un problema sobre el que los sociólogos han venido devanándose los sesos desde tiempos inveterados. Cooperación y competición, astutamente equilibradas. La lealtad ciega y la rivalidad a muerte gratifican algunos de nuestros más potentes instintos evolutivos.
El juego, además, mezcla encanto con ordinariez en sutiles proporciones: los jugadores son de factura heroica, pero una de las razones por las que los reverenciamos es por su carácter de alter ego; fácilmente podrían ser cualquiera de nosotros. Sólo Dios es capaz de combinar de esta guisa intimidad y otredad, y hace tiempo que ha sido rebasado en celebridad por este otro Uno indivisible que es José Mourinho.
En un orden social desnudo de ceremonia y simbolismo, el fútbol ingresa para enriquecer estéticamente la vida de gentes para las que Rimbaud es un grande del cine. El deporte es un espectáculo, pero, a diferencia del ofrecido por las paradas militares, un espectáculo que invita a la intensa participación de sus espectadores. Hombres y mujeres, cuyo trabajo es cualquier cosa menos intelectualmente exigente, pueden exhibir una asombrosa erudición a la hora de recordar la historia del juego o de describir analíticamente las destrezas de los jugadores. Doctas disputas, dignas de los foros de los antiguos griegos, afloran rebosantes en bares y mercados. Como en el teatro de Bertolt Brecht, el juego convierte en expertos a las gentes del común.
El vívido sentido de la tradición contrasta con la amnesia histórica de la cultura postmoderna, para la que cualquier cosa ocurrida hace 10 minutos tiene que ir a parar al basurero de las antigüedades. Hay incluso un punto de inflexión de género, porque los jugadores combinan la fuerza del púgil con la gracilidad de la bailarina. El fútbol ofrece a sus seguidores belleza, drama, conflicto, liturgia, carnaval y la impar marca de la tragedia, por no hablar de la oportunidad de viajar a África y volver sin abandonar la borrachera. Como alguna que otra fe religiosa, el juego determina qué tienes que vestir, con quién tienes que asociarte, qué himnos has de cantar y qué relicario de verdades transcendentes has de adorar. Junto con la televisión, es la suprema solución al inveterado dilema de nuestros amos políticos: ¿qué hay que hacer con ellos, cuando no están trabajando?
Durante siglos y en toda Europa, el carnaval popular, al tiempo que proporcionaba a las gentes del común una válvula de escape para sus sentimientos subversivos –profanando imágenes religiosas y haciendo ludibrio de sus señores y amos—, constituía un acontecimiento genuinamente anárquico, un anticipo de la sociedad sin clases.
Con el fútbol, en cambio, puede haber estallidos de populismo airado y rebelarse los aficionados contra los peces gordos empresariales que sacan pecho en sus clubs, pero en nuestros días el grueso del fútbol es el opio del pueblo, si no su crack cocaínico. Su icono es el impecablemente tory y servilmente conformista David Beckham. Los Rojos ya no son los bolcheviques. Nadie que sea serio y esté a favor de un cambio político radical puede eludir la necesidad abolir este juego. Y cualquier grupo que lo intentara, tendría sobre poco más o menos las mismas posibilidades de llegar al poder que el máximo ejecutivo de British Petroleum de recibir una donación de Oprah Winfrey.
publicado en la revista Sin Permiso.
Terry Eagleton, internacionalmente reconocido crítico cultural en la tradición marxista británica de Raymond Williams, es profesor de literatura en la Universidad de Manchester. Se ha publicado recientemente en castellano (editorial Debate) su interesante libro de memorias: El portero.
Las sociedades modernas niegan a los hombres y a las mujeres la experiencia de la solidaridad, experiencia que el fútbol proporciona hasta el extremo del delirio colectivo. Muchos mecánicos y muchos dependientes de comercio se sienten excluidos de la alta cultura; pero una vez a la semana son testigos de representaciones artísticamente sublimes, ejecutadas por hombres para los que el calificativo de genios no resulta, a veces, hiperbólico. Como en una banda de jazz o en una compañía de teatro, el fútbol amalgama talento individual deslumbrante y abnegado trabajo colectivo, resolviendo así un problema sobre el que los sociólogos han venido devanándose los sesos desde tiempos inveterados. Cooperación y competición, astutamente equilibradas. La lealtad ciega y la rivalidad a muerte gratifican algunos de nuestros más potentes instintos evolutivos.
El juego, además, mezcla encanto con ordinariez en sutiles proporciones: los jugadores son de factura heroica, pero una de las razones por las que los reverenciamos es por su carácter de alter ego; fácilmente podrían ser cualquiera de nosotros. Sólo Dios es capaz de combinar de esta guisa intimidad y otredad, y hace tiempo que ha sido rebasado en celebridad por este otro Uno indivisible que es José Mourinho.
En un orden social desnudo de ceremonia y simbolismo, el fútbol ingresa para enriquecer estéticamente la vida de gentes para las que Rimbaud es un grande del cine. El deporte es un espectáculo, pero, a diferencia del ofrecido por las paradas militares, un espectáculo que invita a la intensa participación de sus espectadores. Hombres y mujeres, cuyo trabajo es cualquier cosa menos intelectualmente exigente, pueden exhibir una asombrosa erudición a la hora de recordar la historia del juego o de describir analíticamente las destrezas de los jugadores. Doctas disputas, dignas de los foros de los antiguos griegos, afloran rebosantes en bares y mercados. Como en el teatro de Bertolt Brecht, el juego convierte en expertos a las gentes del común.
El vívido sentido de la tradición contrasta con la amnesia histórica de la cultura postmoderna, para la que cualquier cosa ocurrida hace 10 minutos tiene que ir a parar al basurero de las antigüedades. Hay incluso un punto de inflexión de género, porque los jugadores combinan la fuerza del púgil con la gracilidad de la bailarina. El fútbol ofrece a sus seguidores belleza, drama, conflicto, liturgia, carnaval y la impar marca de la tragedia, por no hablar de la oportunidad de viajar a África y volver sin abandonar la borrachera. Como alguna que otra fe religiosa, el juego determina qué tienes que vestir, con quién tienes que asociarte, qué himnos has de cantar y qué relicario de verdades transcendentes has de adorar. Junto con la televisión, es la suprema solución al inveterado dilema de nuestros amos políticos: ¿qué hay que hacer con ellos, cuando no están trabajando?
Durante siglos y en toda Europa, el carnaval popular, al tiempo que proporcionaba a las gentes del común una válvula de escape para sus sentimientos subversivos –profanando imágenes religiosas y haciendo ludibrio de sus señores y amos—, constituía un acontecimiento genuinamente anárquico, un anticipo de la sociedad sin clases.
Con el fútbol, en cambio, puede haber estallidos de populismo airado y rebelarse los aficionados contra los peces gordos empresariales que sacan pecho en sus clubs, pero en nuestros días el grueso del fútbol es el opio del pueblo, si no su crack cocaínico. Su icono es el impecablemente tory y servilmente conformista David Beckham. Los Rojos ya no son los bolcheviques. Nadie que sea serio y esté a favor de un cambio político radical puede eludir la necesidad abolir este juego. Y cualquier grupo que lo intentara, tendría sobre poco más o menos las mismas posibilidades de llegar al poder que el máximo ejecutivo de British Petroleum de recibir una donación de Oprah Winfrey.
publicado en la revista Sin Permiso.
Terry Eagleton, internacionalmente reconocido crítico cultural en la tradición marxista británica de Raymond Williams, es profesor de literatura en la Universidad de Manchester. Se ha publicado recientemente en castellano (editorial Debate) su interesante libro de memorias: El portero.
3 comentarios:
Río arriba no va a gustar nada esta entrada... :D
Conste que una representación del comando nazarí, tras la escalada, hizo de su capa un sayo y forofeó de lo lindo ante un televisor en un garito del hermoso pueblo francés de Nemours, no uno ni dos, sino hasta TRES días seguidos!
Cómo era la canción aquella de Ricky Martin sobre la Copa de la Vida?
Un abrazako!
P.S.: Por cierto que se acaba el retiro galo para una servidora, que pasará a serlo gozosamente desde Madriz capital a partir del mes de septiembre. Ya os contaré...
creo que al sr Eagleton le gusta el futbol también. Y lo que dice tampoco es muy nuevo. Lo dice Maradona. O cualquier brigada amarilla. XD
Y sí, también lo pasamos pipe viendo los penaltys de Ghana en colectividades y pantallas.
Eagleton: socio del cadi de honor, ya!:S
Ya nos contarás, guapetón
ESE CAIIII, OÉ!!!
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