Guétmanov se puso a servir el vodka en los vasitos, y todos se lanzaron a elegir algo para comer.
Guétmanov, tras mirar el retrato de Stalin que colgaba de la pared, levantó el vaso:
—Bueno, camaradas, el primer brindis será a la salud de nuestro padre, que conserve la salud.
Pronunció estas palabras en tono expeditivo, desenfadado. Esta pretendida sencillez debía significar que para todos era conocida la grandeza de Stalin, pero que los hombres reunidos en torno a la mesa que brindaban por él apreciaban ante todo al hombre sencillo, modesto y sensible. Y Stalin, entornando los ojos desde su retrato, miraba la mesa y el busto opulento de Galina Teréntievna y parecía decir: «Eh, chicos, enciendo la pipa y me siento con vosotros».
—Sí, que nuestro papaíto viva por siempre —dijo el hermano de la anfitriona, Nikolái Teréntievich—. ¿Qué haríamos sin él?
Se volvió para mirar a Sagaidak, que tenía el vaso levantado cerca de sus labios, a la espera de
que añadiera algo más, pero Sagaidak miró el retrato pensando: «¿Qué más se puede decir, padre? Tú lo sabes todo». Bebió y todos lo imitaron.
Dementi Trífonovich Guétmanov era originario de Liven, en la provincia de Vorónezh, pero tenía antiguos vínculos con camaradas ucranianos, puesto que durante años había dirigido el trabajo del Partido en Ucrania. Sus lazos con Kiev se habían consolidado a partir de su matrimonio con Galina Teréntievna, cuyos numerosos parientes ocupaban puestos eminentes en el aparato del Partido y del sóviet de Ucrania.
La vida de Dementi Trífonovich era más bien parca en acontecimientos. No había participado en la guerra civil. La policía zarista no lo había perseguido y los tribunales zaristas nunca lo habían exiliado en Siberia. En las conferencias y congresos solía leer sus informes a partir de textos escritos. Leía bien, sin errores, con expresividad, aunque él no fuera el autor de los informes. A decir verdad leerlos era fácil: se los imprimían en caracteres grandes, a doble espacio y con el nombre de Stalin siempre en rojo.
En una época había sido un joven sensato y disciplinado. Quería estudiar en el Instituto de Mecánica, pero lo reclutaron para los órganos de seguridad y pronto se convirtió en el guardia personal de un secretario del kraikom1. Destacó y lo mandaron a estudiar a la escuela del Partido y, al poco tiempo, fue elegido para trabajar en el aparato del Partido: primero en el departamento de organización e instrucción del kraikom, luego en la sección de personal del Comité Central. Un año más tarde se convirtió en instructor de la sección administrativa de los cuadros. Y poco después de 1937, en secretario del obkom (como se suele decir, el dueño de la región).
Una palabra suya podía decidir el destino del catedrático de una universidad, de un ingeniero, del
director de un banco, del secretario de un sindicato, de un koljós, de una producción teatral, ¡La confianza del Partido! Guétmanov conocía el gran significado de estas palabras. ¡El Partido confiaba en él! Todo el trabajo de su vida, donde no había lugar para grandes libros, ni para descubrimientos famosos, ni para victorias militares, había sido enorme, constante, perseverante, siempre intenso e insomne. El sentido principal y supremo de este trabajo residía en que se ejecutaba por exigencia del Partido y en nombre de sus intereses. La recompensa principal y suprema consistía únicamente en una cosa: la confianza del Partido.
Sus decisiones en cualquier circunstancia, bien se tratara del destino de un niño recluido en un orfanato, de la reorganización de la cátedra de biología, del desalojo del local de la biblioteca, o de una cooperativa que producía artículos de plástico, debían estar impregnadas del espíritu y los intereses del Partido. De espíritu del Partido debía estar impregnada la actitud del dirigente en relación con cualquier asunto, libro, cuadro, y por ello, por duro que pudiera ser, debía renunciar sin reservas a sus costumbres, a su libro favorito, si los intereses del Partido chocaban con sus gustos personales. Pero Guétmanov sabía que existía un grado superior de espíritu de Partido: un verdadero líder de Partido no tiene ni gustos ni propensiones susceptibles de entrar en contradicción con el espíritu del Partido; amaba o apreciaba algo en la medida que expresaba el espíritu de Partido.
A veces los sacrificios que hacía Guétmanov en nombre del espíritu de Partido eran crueles y severos. Ahora ya no había ni paisanos, ni profesores a los que desde la juventud se les debía tanto; ahora no debía tener en cuenta ni el amor ni la compasión. Palabras como «dar la espalda», «apoyar», «arruinar», «traicionar» no debían desasosegarle... El espíritu de Partido se manifiesta cuando el sacrificio, un buen día, no es ni siquiera necesario, y no lo es porque los sentimientos personales como el amor, la amistad, la solidaridad, no pueden sobrevivir naturalmente si están en contraposición con el espíritu de Partido.
El trabajo de los hombres que gozan de la confianza del Partido pasa desapercibido. Pero es un trabajo inmenso, exige consumir generosamente cuerpo y alma, sin reservas. La fuerza del dirigente del Partido no requiere el talento del científico, el don del escritor. Está por encima de cualquier talento o don. La palabra dirigente y decisiva de Guétmanov era escuchada con avidez por cientos de personas que poseían el don de la investigación, del canto, de la escritura de libros, aunque Guétmanov no sólo fuera incapaz de cantar, tocar el piano o dirigir una obra teatral, sino que tampoco era capaz de apreciar con gusto y comprender con profundidad las obras de la ciencia, la poesía, la música, la pintura... La fuerza de su palabra decisiva consistía en que el Partido le había confiado sus intereses en el campo del arte y la cultura.
Y la suma de poderes que ostentaba como secretario de la organización del Partido de toda una
oblast difícilmente habría podido tenerla un tribuno, un pensador.
A Guétmanov le parecía que la esencia más profunda del concepto «confianza del Partido» se encarnaba en los pensamientos, opiniones y sentimientos de Stalin. En la confianza que él transmitía a los compañeros de armas, comisarios del pueblo, mariscales, residía precisamente la esencia de la línea del Partido.
Vida y destino, Vasili Grossman, Galaxia Gutenberg
Guétmanov, tras mirar el retrato de Stalin que colgaba de la pared, levantó el vaso:
—Bueno, camaradas, el primer brindis será a la salud de nuestro padre, que conserve la salud.
Pronunció estas palabras en tono expeditivo, desenfadado. Esta pretendida sencillez debía significar que para todos era conocida la grandeza de Stalin, pero que los hombres reunidos en torno a la mesa que brindaban por él apreciaban ante todo al hombre sencillo, modesto y sensible. Y Stalin, entornando los ojos desde su retrato, miraba la mesa y el busto opulento de Galina Teréntievna y parecía decir: «Eh, chicos, enciendo la pipa y me siento con vosotros».
—Sí, que nuestro papaíto viva por siempre —dijo el hermano de la anfitriona, Nikolái Teréntievich—. ¿Qué haríamos sin él?
Se volvió para mirar a Sagaidak, que tenía el vaso levantado cerca de sus labios, a la espera de
que añadiera algo más, pero Sagaidak miró el retrato pensando: «¿Qué más se puede decir, padre? Tú lo sabes todo». Bebió y todos lo imitaron.
Dementi Trífonovich Guétmanov era originario de Liven, en la provincia de Vorónezh, pero tenía antiguos vínculos con camaradas ucranianos, puesto que durante años había dirigido el trabajo del Partido en Ucrania. Sus lazos con Kiev se habían consolidado a partir de su matrimonio con Galina Teréntievna, cuyos numerosos parientes ocupaban puestos eminentes en el aparato del Partido y del sóviet de Ucrania.
La vida de Dementi Trífonovich era más bien parca en acontecimientos. No había participado en la guerra civil. La policía zarista no lo había perseguido y los tribunales zaristas nunca lo habían exiliado en Siberia. En las conferencias y congresos solía leer sus informes a partir de textos escritos. Leía bien, sin errores, con expresividad, aunque él no fuera el autor de los informes. A decir verdad leerlos era fácil: se los imprimían en caracteres grandes, a doble espacio y con el nombre de Stalin siempre en rojo.
En una época había sido un joven sensato y disciplinado. Quería estudiar en el Instituto de Mecánica, pero lo reclutaron para los órganos de seguridad y pronto se convirtió en el guardia personal de un secretario del kraikom1. Destacó y lo mandaron a estudiar a la escuela del Partido y, al poco tiempo, fue elegido para trabajar en el aparato del Partido: primero en el departamento de organización e instrucción del kraikom, luego en la sección de personal del Comité Central. Un año más tarde se convirtió en instructor de la sección administrativa de los cuadros. Y poco después de 1937, en secretario del obkom (como se suele decir, el dueño de la región).
Una palabra suya podía decidir el destino del catedrático de una universidad, de un ingeniero, del
director de un banco, del secretario de un sindicato, de un koljós, de una producción teatral, ¡La confianza del Partido! Guétmanov conocía el gran significado de estas palabras. ¡El Partido confiaba en él! Todo el trabajo de su vida, donde no había lugar para grandes libros, ni para descubrimientos famosos, ni para victorias militares, había sido enorme, constante, perseverante, siempre intenso e insomne. El sentido principal y supremo de este trabajo residía en que se ejecutaba por exigencia del Partido y en nombre de sus intereses. La recompensa principal y suprema consistía únicamente en una cosa: la confianza del Partido.
Sus decisiones en cualquier circunstancia, bien se tratara del destino de un niño recluido en un orfanato, de la reorganización de la cátedra de biología, del desalojo del local de la biblioteca, o de una cooperativa que producía artículos de plástico, debían estar impregnadas del espíritu y los intereses del Partido. De espíritu del Partido debía estar impregnada la actitud del dirigente en relación con cualquier asunto, libro, cuadro, y por ello, por duro que pudiera ser, debía renunciar sin reservas a sus costumbres, a su libro favorito, si los intereses del Partido chocaban con sus gustos personales. Pero Guétmanov sabía que existía un grado superior de espíritu de Partido: un verdadero líder de Partido no tiene ni gustos ni propensiones susceptibles de entrar en contradicción con el espíritu del Partido; amaba o apreciaba algo en la medida que expresaba el espíritu de Partido.
A veces los sacrificios que hacía Guétmanov en nombre del espíritu de Partido eran crueles y severos. Ahora ya no había ni paisanos, ni profesores a los que desde la juventud se les debía tanto; ahora no debía tener en cuenta ni el amor ni la compasión. Palabras como «dar la espalda», «apoyar», «arruinar», «traicionar» no debían desasosegarle... El espíritu de Partido se manifiesta cuando el sacrificio, un buen día, no es ni siquiera necesario, y no lo es porque los sentimientos personales como el amor, la amistad, la solidaridad, no pueden sobrevivir naturalmente si están en contraposición con el espíritu de Partido.
El trabajo de los hombres que gozan de la confianza del Partido pasa desapercibido. Pero es un trabajo inmenso, exige consumir generosamente cuerpo y alma, sin reservas. La fuerza del dirigente del Partido no requiere el talento del científico, el don del escritor. Está por encima de cualquier talento o don. La palabra dirigente y decisiva de Guétmanov era escuchada con avidez por cientos de personas que poseían el don de la investigación, del canto, de la escritura de libros, aunque Guétmanov no sólo fuera incapaz de cantar, tocar el piano o dirigir una obra teatral, sino que tampoco era capaz de apreciar con gusto y comprender con profundidad las obras de la ciencia, la poesía, la música, la pintura... La fuerza de su palabra decisiva consistía en que el Partido le había confiado sus intereses en el campo del arte y la cultura.
Y la suma de poderes que ostentaba como secretario de la organización del Partido de toda una
oblast difícilmente habría podido tenerla un tribuno, un pensador.
A Guétmanov le parecía que la esencia más profunda del concepto «confianza del Partido» se encarnaba en los pensamientos, opiniones y sentimientos de Stalin. En la confianza que él transmitía a los compañeros de armas, comisarios del pueblo, mariscales, residía precisamente la esencia de la línea del Partido.
Vida y destino, Vasili Grossman, Galaxia Gutenberg