En el Día de los Enamorados, el domingo, he despedido a mi amada.
Subió al ómnibus de la mano de su compañero,
que en la otra mano llevaba una guitarra remendada.
Se sentaron sonrientes en el primer asiento: ella ocultaba su tristeza con un giro
de sus bellos ojos,
y él estaba ya proyectando aventuras, cacerías, veladas con música.
Los rodeaban nuevos amigos que aún ignoraban que lo eran:
iban a empezar a conocerse en un largo viaje,
cambiando de avión en Madrid, en Roma, hasta llegar a su destino,
su destino de médicos durante dos años.
Fui a buscar una flor, o al menos una hoja de árbol,
para dársela como hacía cuando ella regresaba cada domingo a su beca.
Pero el ómnibus empezó a ronronear, y tuve que regresar de prisa.
Mi amada había descendido y me esperaba en la calle.
Apenas nos abrazamos. No teníamos tiempo. Quizás tampoco teníamos fuerza.
Regresó a su asiento. Movimos nuestras manos en el aire del mediodía.
Sé que lleva en su maletín dos dólares y unos centavos y una novela alucinada.
Confío en que le duren los tres días del viaje.
Luego empezará su otra vida, su otra novela, de médica en África,
de médica en Zambia, adonde mi hija ha marchado,
en el Día de los Enamorados, de la mano de su gallardo compañero de barba
roja.
-Sé útil. Sé feliz. Este triste está orgulloso de ti.
Te espero siempre, amada.
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