De Von Trotta se decía que la dirección no sabía cómo sacárselo de encima. Su parsimonia tenística no era voluntad de elegancia, sino vejez, y habían abundado las quejas de los clientes poco estimulados por el peloteo elegante del viejo. Carvalho escuchaba los comentarios críticos que la selecta clientela dedicaba al personal a su servicio y esos comentarios pasarían por escrito a la dirección, con el propósito de que los incompetentes fueran expulsados. Fruto de la selección de las especies los fuertes dedicaban buena parte de sus energías a la búsqueda de débiles con el afán de exterminarlos, aterrorizados quizá ante la posible solidaridad de los débiles o de los incapaces o ante cualquier elemento de reflexión que pudiera cuestionar las capacidades que les habían convertido en fuertes y elegidos. Carvalho conservaba el pudor proletario de no juzgar demasiado duramente a los perdedores, pero vivía en un mundo de señoritos que practicaban varias veces a lo largo del día el juego de pedirle al cesar que no tuviera piedad con los gladiadores caídos. En cualquier caso, por muchas críticas que hubiera provocado el viejo profesor o por muchos deseos que tuviera la dirección de sacárselo de encima, no parecían motivos suficientes para que bien los clientes, especialmente los ejecutivos de Dusseldorf y Colonia, o la dirección le hubieran estrangulado. Habida cuenta, además, de las mayores facilidades para despedir que la gerencia había conseguido en el último convenio colectivo, pactado en el clima psicológico de una situación límite, según la cual gravitaba sobre los trabajadores de El Balneario la amenaza de un reajuste de plantilla. La dificultad de despedir a Von Trotta, le había revelado el vasco, veterano cliente, a Carvalho, derivaba de haber estado vinculado a la empresa desde sus orígenes, hasta el punto de que se le suponía un lejano parentesco bien con los Faber, bien con la dirección ejecutiva o técnica.
El Balneario, Manuel Vázquez Montalbán.
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