13 mayo 2014

Reivindicar a Plinio









David Monthiel





La modernidad, o su último giro ensimismado que los listos llaman posmodernidad, sigue a lo suyo con su timo mundial: dar por hecho que el conocimiento producido por hombres blancos de cinco países (EEUU, Inglaterra, Alemania, Italia y Francia) posee un incontestable criterio de universalidad. Todo lo demás es worldmusic, estudios postcoloniales o folklorismo. No sólo hay que leer a Ramón Grosfoguel para darse cuenta de que el eurocentrismo también deja fuera —empezando por arriba— a la “Europa que fue”, es decir, la del sur. Aquella que Kant y sus coleguitas consideraron, con ingenuidad racista, África. Si seguimos por abajo —dentro de la plurinacionalidad de la península ibérica— se repiten las mismas cuestiones epistemológicas sobre qué es “lo que importa” en el mundo de la cultura y el conocimiento, qué es folklore, qué es costumbrismo, qué es ser chacha y qué es ser señorita. No es de extrañar que los potentes signos culturales del sur del territorio fueran vampirizados culturalmente (atuendos, bailes y música universal) para representar a todo un estado allende las fronteras, a partir de las cuáles sí se podía inventar. Ya fuera un microscopio o una identidad nacional. Hacia dentro, la comunidad depositaria de aquellas joyas culturales, fruto de la mezcla de culturas, razas y siglos (de purezas estamos hasta el coño, la verdad), fue banalizada por los tópicos que un sueco puede reconocer, en pelotas, en una playa virgen de Cádiz (¡“Flamencow”!) y es considerada comunidad de segunda y culturalmente atrasada, vaga, cateta y demás comentarios racistas.

            La modernidad y sus epígonos nos brindaron el colonialismo cultural estadounidense. El imperio de los sentidos que abrazamos. En el sur tuvimos las radios de las bases y todo lo que de “moderno” tuvo en la escena del rock de la Baja Andalucía. Eso está estupendo. Lo nuevo, la imaginería beatle, los jipis y muchos etcéteras. Pero al paso de los años todo quedó en nada, en salas vacías con grupos locales de rock. En mi caso, en un imaginario, algo trastornado, poblado de institutos de Chicago con chulitos, animadoras y nerds, suburbios en los que se cuece una pamplina y SU música (desde la Motown hasta Subpop); imaginario en el que Santiago Donday o Terremoto de Jerez no eran nadie hasta que cogí por el camino de Damasco.

Pero esto no responde a por qué para los intelectuales siempre han sido mejores y más guays, con más flow, los autores como Bret Easton Ellis o David Foster Wallace que Manolo Vázquez Montalbán, Francisco García Pavón o el mismísimo Fernando Quiñones. ¿Por qué? Porque aquellos trataban temas candentes (me da la risa) en la modernidad, paridas y angustias de sujetos aplastados por la metrópoli que siempre dejó fuera, no entendió o consideró tercermundista, el sentir y la materialidad de gente como La Legionaria y su saber milenario, a Biscuter y su cosmopolitismo catalán y a Plinio, el local de Tomelloso que resuelve crímenes.

García Pavón siempre estuvo ahí. Escondido, como referencia de la novela policial, olvidado por el canon, denostado por los listos y gafapastas hasta que un gafapasta lo reivindicó (como esos malditos cazatendencias que regresaron a los absurdos teclados ochenteros que ya creía destruidos para siempre jamás). Sus libros son baratos, se encuentran en las bibliotecas o en librerías de viejo. Y cuando se lee las solapas se descubre que el tomellosero ganó un Nadal y tiene otros escritos más “decentes” para los anales que se sientan en las pesadas sillas de la academia. La “cruzada”, qué palabra más estadoespañolista, de Lorenzo/Amat para reivindicar a Plinio y sus cosas es correcta. Quizá fue esta idea de que no hace falta ser de Kentucky o Birminghan para escribir bien sobre cosas que todos conocemos más que nadie, que existe una realidad en Tomelloso o en Tarifa que puede ser entendida al cien por cien por los que vivimos cerca. Las usanzas y expresiones de los personajes de García Pavón son lo que son. Reales y muy diferentes a la cosmovisión colonizada de un joven que aspira cocaína en antros con música tecno y luego siente miedo a la muerte o a la agonía en una habitación de hotel donde la intermitencia de un neón pone luces tristes a la epifanía del suicidio colectivo de las sociedades occidentales.

Olvidaos del costumbrismo. El costumbrismo es un adjetivo malévolo. Es costumbrista un garito de Manhattan repleto de gilipollas con barbas puestos de heroína, y no otro tranquilizante, porque volvió a estar de moda desde que Seymour lo petó con nosecuántas papelinas. Y porque en MSN noticias viste una foto de un yonki chic metiéndose un pico. Y no es mejor que el costumbrismo de la cola del Dia, sus cajeras, sus vidas, su humor, su rabia. Sus historias.

Hay que leer a Plinio por los ambientes tomelloseros (las calles, los patios, la plaza, la cueva, el casino, el cementerio), por el lenguaje exquisito y su castellano de regomello, mamellas, al contao, revinar, por el calor humano de los bares y la posibilidad comunitaria al comer y al beber, por la churrería de la Rocío, por parar el tiempo e invitar a pensar mientras se lía un caldo compartiendo la petaca, por la manera entrañable con la que García Pavón describe a sus personajes y coloca su cuerpo en la historia o en el largo eco del alzamiento militar, porque el caso es factible y negro, a veces, triste y descorazonador —como el de las hermanas coloradas— o fruto de una gran broma, como el Witiza. Otras, se trata de un lío de familia. O de un hombre sólo. Porque Pavón sabe quiénes son los que importan frente a los importantes y es capaz de mostrar con elegancia y hechos, a veces entre líneas, la mezquindad de un régimen que permite que una señora supuestamente muy importante se quiera aprovechar de la coyuntura de un cadáver y la dignidad de dos homosexuales de pueblo. Todo está en “El reinado de Witiza”.

Porque uno está cómodo, a gusto, sin hablar en la cueva de Braulio el filósofo, se hubiera reído mucho con lo del baño en la cuba de vino, va de lujo en el coche de Don Lotario a pesar de ser un Ford T o un seiscientos. Porque uno sabe que El Faraón volverá a alegrar las largas tardes del Casino de San Fernando con una historia suculenta repleta de giros y gestos de chirigota. Porque en sus libros (reeditados en Rey Lear) se habla de las cosas de la vida con naturalidad, sin aspavientos de película o negritud heredada de la novela estadounidense o con el rollazo de un intelectual mamón de colonialismos.

Olvídense un poco de Conolly, Black, Winslow, Lehane, Pelecanos, de Nesbo, de la falsa publicidad de la novela negra sueca. No digo que no los lean, ni se diviertan con sus tramas. Pero reconozcan que ellos siempre hablan de lo mismo y de los mismos. Recuperen y lean a García Pavón porque habla cara a cara (panim el panim) de cosas importantes. Léanlo porque escribía sus novelas en un verano. Y estoy seguro que se lo pasaba estupendamente. Porque aquí el “hardboiled” es el hervido de un cocido que te sabe a gloria. Y sobre todo porque el trabajo policial de Plinio es de autoridad servicial y no de poder ensimismado. Una maravilla.

12 mayo 2014

Chelsea Wolfe, la antiutopía es bella

David Monthiel 


 Afirma Trent Reztnor que todo es una copia de una copia en un disco (antiguo, del 2013) catalogado por Nacho Canut de “dance hecho por hombres blancos con una cierta edad”. 49, en concreto. Estoy de acuerdo, con los dos. Referencias: las hay a porrillo en el disco de Chelsea Wolfe. Pain is beauty está continuamente haciendo notas al pie a la electrónica que da yuyu, a los ambientes de desesperación sónica y a letras crípticas, algo que siempre me ha sonado a que las autoras no se ocupan mucho del discurso y sus repercusiones. 

La descubrí en un canal folk de Somafm. Gran cantera de músicos y músicas como Stephen Steinbrik, Other lives, la islandesa Olof Arnalds, los muy interesantes y worldmusiqueros Round Mountain. La atmósfera doom de las oscura canciones flokies de Chelsea siempre destacan entre tanta tónica-dominante-tónica de los barbotas del Indie-americana que desfilan por el canal. Las fronteras de la propuesta de Wolfe, curiosamente, no lindan con el ponzoñoso aire del cutrerío de la América profunda. Ese manantial colonizador del miedo actual recargado de cementerios, pantanos, pederastas, white trash y barroquismo del profundo sur. Pensad en The handsome family y en su exitazo gracias a True detective.

En Chelsea hay una fuerte corriente del golfo que oscurece sus aguas y las acerca al antiutopismo del Black metal y sus manufacturas. Ya hay alguien en la red que estará pensando que la chica de Sacramento es una Burzum para las masas globalizadas. Pues sí. Yo también lo creo desde que versionó Black spell of destruction del asesino nazi de Euronymous y está de gira con QOTSA. En el hilo continuo de folkforward, las melodías y acompañamientos a la guitarra de Wolfe son un bálsamo y un pinchacito. Es como si aquella pequeña maquina de odiar del abuelo Trent hubiera escogido rasguear una acústica, evitar sonreír y mirar de frente al público, entrar y salir como una fantasma del escenario de un tugurio repleto de góticos irredentos. De las canciones dark-folkies a destacar: Gold y Cousin of the antichrist. 
Pain is beauty es la excusa perfecta para que el crítico de discos use el sintagma “apuesta por el revestimiento electrónico de su primigenio sonido acústico con electrónica cercana a las propuestas del Drone”. Lo que yo escucho en el disco es una elaborada propuesta de antiutopismo musical para amas de casa. El antiutopismo es uno de los mitos de la sociedad occidental. La esperanza es sustituida por la esperanza de la antiutopía: la esperanza de que ya nadie tenga esperanza. Es la esperanza de clausurar el futuro. De aquel lejano no future se pasó sin dilación al no present del sentido común occidental. Nada más nietzscheano que las declaraciones de la cantante, a propósito del título del disco: “Cuando superamos los momentos difíciles, nos volvemos más fuertes.” No hay que olvidar que los paisajes de horror y desesperación de una música compuesta para glorificar la muerte y la agonía, las puestas en escena con cabezas de cerdo y muchachas desnudas crucificadas, son un género del entretenimiento. Y que si fueran rentables, produciría Disney. Preguntadle a los organizadores de Wacken y a sus beneficios. En las canciones de la caterva de blackmetaleros (dignos, reales o paripés) se destila esa idea de que quien quiere el cielo en la tierra produce el infierno. 


El antiutopismo, traducido por “esto es lo que hay”, es una pesadilla de juguete para mentes solas sin comunidad, un individualismo de cereales con leche cortada. Un hastío que nace de la comodidad, el reverso del estado del bienestar que se acaba y cinco siglos de capitalismo y modernidad. Lo curioso es que el antiutopismo es una utopía en sí misma y que los miembros de este club de muerte, para tocarle los huevos a Locke, también se pueden considerar una comunidad. Aunque sea para cometer la adoración del suicidio colectivo. Por eso no puedo dejar de pensar en lo estúpido y mezquino que era el mítico cantante de Mayhem. Si que quieres quitar de en medio, hazlo, pero no de más por culo cortándote hasta el hueso y convirtiendo tu mísera vida en un espectáculo de culto. Porque en cada corte de Dead se escribía “no hay alternativa al capitalismo”. 

Cuando explico la teoría de los músicos del sí y del no siempre recuerdo las palabras de Lennon cuando fue a una exposición de Yoko en 1966. John esperaba una orgía arty y se encontró con la calma del timo artístico. Pero se acercó a una de las obras. Una escalera y una lupa colgada del techo. John ascendió, agarró la lupa y observó. Allí vio escrito un Sí. Lennon se agarró a ese Sí para hablar con la artista y decirle que le había encantado la exposición. La mierda negativa de siempre se rompía con una sola palabra. Los músicos del no son los que acabarán editando en el protools del futuro los lamentos de los torturados en Guantánamo para disfrute personal y en vinilo. Chelsea es una música del no, del no a la alegría de vivir, del no a la vida, de exponer su negativa mierda al mundo para confortarlo en su propio no a la justicia, la vida y el futuro. Pero su sonido es como una casa del terror decorada de forma arty. Escuchable en momentos de hastío cotidiano. Un drama para barbuditos. 



Por eso, la contradicción. El placer de dejarse llevar, en un gesto de modernismo obsoleto, en el antiutopismo de las canciones negras de una chica que quiere dar miedo y ser inquietante por medio de planos rápidos con figuras, máscaras. El Marilyn Manson que todos llevamos dentro, otro razonamiento antiutópico, se las sabe todas y afirma que ya hemos visto tanta muerte en la tele que nada humano destrozado me es ajeno. Y considera que le da más miedo Lana del Rey. O que era mejor con la guitarra acústica. Y lo es. Pero merece la pena adentrarse en el disco de Chelsea Wolfe por tres razones. La propuesta me parece mucho más inteligente que el lugar común de la distorsión continua, los manidos riffs que casi tenemos marcados a fuego. Segunda, caer en el no a una sociedad medicalizada por Roche en la que el dolor es una sensación inédita para muchos. Y hasta puede ser considerado “hermoso”. Y tercera, pensar por un momento que no hay alternativa. Para después pensar que sí. 
Sí.