David Monthiel
La modernidad,
o su último giro ensimismado que los listos llaman posmodernidad, sigue a lo
suyo con su timo mundial: dar por hecho que el conocimiento producido por
hombres blancos de cinco países (EEUU, Inglaterra, Alemania, Italia y Francia) posee
un incontestable criterio de universalidad. Todo lo demás es worldmusic, estudios postcoloniales o
folklorismo. No sólo hay que leer a Ramón
Grosfoguel para darse cuenta de que el eurocentrismo también deja fuera —empezando
por arriba— a la “Europa que fue”, es decir, la del sur. Aquella que Kant y sus coleguitas consideraron, con
ingenuidad racista, África. Si seguimos por abajo —dentro de la
plurinacionalidad de la península ibérica— se repiten las mismas cuestiones
epistemológicas sobre qué es “lo que importa” en el mundo de la cultura y el
conocimiento, qué es folklore, qué es costumbrismo, qué es ser chacha y qué es
ser señorita. No es de extrañar que los potentes signos culturales del sur del
territorio fueran vampirizados culturalmente (atuendos, bailes y música
universal) para representar a todo un estado allende las fronteras, a partir de
las cuáles sí se podía inventar. Ya fuera un microscopio o una identidad
nacional. Hacia dentro, la comunidad depositaria de aquellas joyas culturales,
fruto de la mezcla de culturas, razas y siglos (de purezas estamos hasta el
coño, la verdad), fue banalizada por los tópicos que un sueco puede reconocer,
en pelotas, en una playa virgen de Cádiz (¡“Flamencow”!) y es considerada comunidad
de segunda y culturalmente atrasada, vaga, cateta y demás comentarios racistas.
La
modernidad y sus epígonos nos brindaron el colonialismo cultural
estadounidense. El imperio de los sentidos que abrazamos. En el sur tuvimos las
radios de las bases y todo lo que de “moderno” tuvo en la escena del rock de la Baja Andalucía. Eso
está estupendo. Lo nuevo, la imaginería beatle, los jipis y muchos etcéteras. Pero
al paso de los años todo quedó en nada, en salas vacías con grupos locales de
rock. En mi caso, en un imaginario, algo trastornado, poblado de institutos de
Chicago con chulitos, animadoras y nerds, suburbios en los que se cuece una
pamplina y SU música (desde la
Motown hasta Subpop); imaginario en el que Santiago Donday o
Terremoto de Jerez no eran nadie hasta que cogí por el camino de Damasco.
Pero esto no
responde a por qué para los intelectuales siempre han sido mejores y más guays,
con más flow, los autores como Bret Easton Ellis o David Foster Wallace que Manolo Vázquez Montalbán, Francisco García
Pavón o el mismísimo Fernando
Quiñones. ¿Por qué? Porque aquellos trataban temas candentes (me da la
risa) en la modernidad, paridas y angustias de sujetos aplastados por la
metrópoli que siempre dejó fuera, no entendió o consideró tercermundista, el
sentir y la materialidad de gente como La Legionaria
y su saber milenario, a Biscuter y
su cosmopolitismo catalán y a Plinio,
el local de Tomelloso que resuelve crímenes.
García Pavón siempre estuvo ahí.
Escondido, como referencia de la novela policial, olvidado por el canon,
denostado por los listos y gafapastas hasta que un gafapasta lo reivindicó (como
esos malditos cazatendencias que regresaron a los absurdos teclados ochenteros
que ya creía destruidos para siempre jamás). Sus libros son baratos, se encuentran
en las bibliotecas o en librerías de viejo. Y cuando se lee las solapas se descubre
que el tomellosero ganó un Nadal y tiene otros escritos más “decentes” para los
anales que se sientan en las pesadas sillas de la academia. La “cruzada”, qué
palabra más estadoespañolista, de Lorenzo/Amat
para reivindicar a Plinio y sus cosas es correcta. Quizá fue esta idea de que
no hace falta ser de Kentucky o Birminghan para escribir bien sobre cosas que
todos conocemos más que nadie, que existe una realidad en Tomelloso o en Tarifa
que puede ser entendida al cien por cien por los que vivimos cerca. Las usanzas
y expresiones de los personajes de García
Pavón son lo que son. Reales y muy diferentes a la cosmovisión colonizada
de un joven que aspira cocaína en antros con música tecno y luego siente miedo
a la muerte o a la agonía en una habitación de hotel donde la intermitencia de
un neón pone luces tristes a la epifanía del suicidio colectivo de las
sociedades occidentales.
Olvidaos del
costumbrismo. El costumbrismo es un adjetivo malévolo. Es costumbrista un
garito de Manhattan repleto de gilipollas con barbas puestos de heroína, y no
otro tranquilizante, porque volvió a estar de moda desde que Seymour lo petó con nosecuántas
papelinas. Y porque en MSN noticias
viste una foto de un yonki chic metiéndose un pico. Y no es mejor que el
costumbrismo de la cola del Dia, sus cajeras, sus vidas, su humor, su rabia. Sus
historias.
Hay que leer a
Plinio por los ambientes tomelloseros (las calles, los patios, la plaza, la
cueva, el casino, el cementerio), por el lenguaje exquisito y su castellano de regomello, mamellas, al contao, revinar,
por el calor humano de los bares y la posibilidad comunitaria al comer y al
beber, por la churrería de la
Rocío, por parar el tiempo e invitar a pensar mientras se lía
un caldo compartiendo la petaca, por la manera entrañable con la que García Pavón describe a sus personajes
y coloca su cuerpo en la historia o en el largo eco del alzamiento militar,
porque el caso es factible y negro, a veces, triste y descorazonador —como el
de las hermanas coloradas— o fruto de una gran broma, como el Witiza. Otras, se
trata de un lío de familia. O de un hombre sólo. Porque Pavón sabe quiénes son
los que importan frente a los importantes y es capaz de mostrar con elegancia y
hechos, a veces entre líneas, la mezquindad de un régimen que permite que una señora
supuestamente muy importante se quiera aprovechar de la coyuntura de un cadáver
y la dignidad de dos homosexuales de pueblo. Todo está en “El reinado de
Witiza”.
Porque uno
está cómodo, a gusto, sin hablar en la cueva de Braulio el filósofo, se hubiera
reído mucho con lo del baño en la cuba de vino, va de lujo en el coche de Don
Lotario a pesar de ser un Ford T o un seiscientos. Porque uno sabe que El
Faraón volverá a alegrar las largas tardes del Casino de San Fernando con una
historia suculenta repleta de giros y gestos de chirigota. Porque en sus libros
(reeditados en Rey Lear) se habla de las
cosas de la vida con naturalidad, sin aspavientos de película o negritud
heredada de la novela estadounidense o con el rollazo de un intelectual mamón
de colonialismos.
Olvídense un
poco de Conolly, Black, Winslow, Lehane, Pelecanos,
de Nesbo, de la falsa publicidad de la novela negra sueca. No digo que no
los lean, ni se diviertan con sus tramas. Pero reconozcan que ellos siempre
hablan de lo mismo y de los mismos. Recuperen y lean a García Pavón porque habla cara a cara (panim el panim) de cosas importantes. Léanlo porque escribía sus
novelas en un verano. Y estoy seguro que se lo pasaba estupendamente. Porque aquí
el “hardboiled” es el hervido de un cocido que te sabe a gloria. Y sobre todo porque
el trabajo policial de Plinio es de autoridad servicial y no de poder ensimismado. Una
maravilla.