David Monthiel
Como
cuentan algunos escritores en sus memorias, o en conversaciones recogidas al
final de su vida, el que suscribe también se encontró en esas extrañas
situaciones en las que uno se topa con alguien que admira por su trabajo, por
su escritura. Parece que se solapan los unos con los otros. García Márquez
contó que se encontró a Hemingway por París. Pero no quiso acercarse por
aquello de no molestar, de no parecer un baboso snob que administraba mal su
lista de adjetivos sobre la obra del escritor estadounidense. Lo llamó desde
lejos y el otro le respondió: “Adiós, amigo”. Lo mismo le pasó a Fernando
Quiñones con Papá Hem en Madrid. Lo vio cerca de su mesa en un restaurante. Y
también decidió dejar la ocasión de charlar un rato por mor de que el barbudo
no lo confundiera con un devoto que adula gratuitamente en las tres frases que
va a compartir con el genio. Y se quedó sentado.
El azar te trae un día a Rancapino
para que le eches el cable con el móvil y le guardes un número de teléfono
después de estar rondándolo durante varias semanas: Rancapino se baja de un
taxi frente a ti, te lo cruzas de camino a quién sabe donde, mientras tú
piensas que estaría bien hablar con él, pararte un rato, preguntarle por cómo le
van las cosas y saber que lo haces con un mito del flamenco (al que tienes que
invitar sí o sí). Contarle los encuentros a mi colega Daddy C y decirle que es
como ver a Ronnie Wood andando por la calle Solano. También te regala, tras
días nefastos, conversaciones con Mad Professor o Jorge Drexler, como si los
conocieras de toda la vida.
A mí me pasó con Fernando. 1998. Regresaba
de la facultad en el Comes. Eran las tres y media de la tarde. Otoño. Iba imbuido
en un runrún sobre la ciudad en la que vivía, aquella Ciudad con mayúsculas de
su cuento “El Arquitecto” recogido en “El viejo País”. En el cuento, el
arquitecto soñaba con una escena de su infancia y se despertaba. En la vigilia
calurosa de Mordor, Mandril para algunos (Madrid para el resto), el arquitecto
reflexionaba sobre el amor y el odio hacia La ciudad, sobre su atracción
ingestionable para el del exilio interior y el del exilio exterior. Con mucha
menos precisión poética y razones para remedar las imágenes y reflexiones como
las del cuento, me bajé del Comes que me traía del Campus de Puerto Real. Venía
pensando en que viví y crecí en una azotea rodeado de otras azoteas blancas,
comidas por los hongos y la humedad; criarse mirando la copa de la araucaria de
la Alameda,
el trasunto de azoteas y torres, la ropa tendida como farolillos de una fiesta
del viento, los patinillos, las paredes desconchadas, aquella llave de hierro,
grande como de puerta muy antigua, que se enterraba en una maceta para subir a
la azotea, el traqueteo de la llave en la cerradura ya holgada de siglos de
uso, la puerta hinchada y vieja bajo una capa de pintura marrón que no tapaba
las heridas del tiempo, los petriles, el bosque de madera podrida de los palos
de los tendederos, el descubrimiento del mar como un acontecimiento que forma
parte de la infancia y crea su propio mito y melancolía, la playa vacía en
invierno y los paseos sin pensar, solo, colmado por esa cosa que puede ser la Historia o el silencio
frente a las olas de un temporal que se avecina, aprender a caminar por la laja
tapizada de verdín, sortear las pozas con aquella agua estancada por la marea
donde coger camarones y quisquillas y poner en funcionamiento el arpón hecho
con alfileres de la ropa y una aguja para dispararle a los sapitos, el cubo
lleno de lapas y algún cangrejo zapatero, sólo para enseñarlo cuando llegáramos
a la playa, el baño entre las piedras con más nombre que las calles, ese camino
de vida que es la murallita, el puentehierro,
el caná, la leyenda de las morenas
escondidas en la poza más profunda donde había agua tapá, la piedra del diablo, el aculaero, la piedra sofá, el
horizonte largo, inconmensurable, la tarde cayendo y la marea que sube y hay
que volver. Los jardines, subirse a los árboles grandes, el árbol gordo de la
Alameda, a aquellas ramas como brazo de Hércules, las guerrilla de pelotes,
partidazo en la segunda plazoleta. Entrar en un patio tras golpear una vez
aquella mano gastada del portón. Escuchar cómo la cadena oxidada se tensaba y
abría el pestillo. Luego hablar mirando para arriba, las preguntas de niños. O
entrar en un patio y gritar el nombre de tu amigo, llamarlo para que bajara.
Hacer los aparejos para ir a pescar a la Punta, preparar el queso, la masa, el
anguao, los avíos, pasar la mañana del sábado pescando, coger una mojarrita, un
sapo.
A modo de psicogeógrafo aficionado y
cutrón, cambié mi ruta habitual. En vez de subir por Beato Diego lo hice por
Rafael de La Viesca.
Seguía con aquel runrún mientras alzaba la vista a los cierros
y a las fachadas. Giraba la cabeza para contemplar un instante la oscuridad de
las casapuertas. Aquel fondo de escalera con columna blanca y arco. A la
podredumbre que cubría aquellas casonas, la mayoría vacías, que son el legado
del genocidio y la acumulación originaria. El Hola arquitectónico de la primera
burguesía mercantil de la Modernidad, esa que nació al mismo tiempo que el
colonialismo y la esclavitud y se gastaba una pasta en contratar a Goya y a
Haydn. Esa que tiene su repetición en farsa en la casta repeinada y carca que
personaliza la decadencia milenaria de la ciudad en el alcalde y sus
concejales.
Desemboqué en la plaza de San
Francisco y pensé en Fernando. No fue casualidad ya que llevaba varios días
rondándole. Como a Rancapino. Siempre lo recuerdo cuando visitó a mi instituto,
uno que empezó siendo el Nº 4 y acabó siendo "El Caleta", en la que
leyó un cuento sobre el río grande que aún mantengo en la memoria. La forma de
hablar, de mover las manos. Y aquella vez en el Club Caleta. Amaba aquella
playa en la que me crié, el club, la explanada de las mezquitas de los socios, su
paisanaje del que formé parte muy desapercibidamente. Lo recuerdo entrando en
las taquillas de la sección de pesca después de un bañito, con aquel cuerpo mal
hecho, con su cordón de plata con los huesos de corvina engastados, aquel
bañador naranja arrugado. Los pelánganos empapados en el caldo que era la mar
aquella tarde, le circundaban la calva brillante. Aquella vez quise decirle que
me proponía asumir toda aquella luz, aquella miseria y grandeza, aquel
moscardoneo de la historia que nos rodeaba y escribirlo. Pero no le dije nada.
No quise parecer un pesado, ni un tonto, ni nadie que pudiera parecer lo que no
es.
Cuando llegué a la esquina del estanco de San
Francisco y cruzaba frente a las mesas vacías de la sobremesa del Parisien,
allí estaba Fernando. No fue una sorpresa, sino una especie de respuesta al
runrún. Calado con una gorra de marinero. Sin pelo. Con mala cara. Enfermo. A
punto de morirse. Sentado en un velador mirando hacia la puerta del Francia-París
como si quiera ver salir a Antonio el Chaqueta, pero quizá pensando en que le
estaba llegando la hora. Había dos tazas en la mesa. Supuse que Nadia estaba
dentro del bar. Aminoré el paso. Lo miré. El no me echó cuentas.
Me acerqué como el que tiene
intención de entrar en el bar y tomarse un cafelito para seguir la tarde con
ánimo. Cuando estaba a un metro de su mesa, le dije:
—Don Fernando, sé que quizá le
molesto y quiera usted estar tranquilo con su café.
Don Fernando me miró esperando al
propósito de aquella visita.
—Sólo era para darle las gracias por
sus libros, por su forma de estar en el mundo, por ese Cádiz que usted y yo
sabemos que no nos salvará de nada ni de nadie. Pero que es nuestro para
nuestro amor y nuestra tierra. Muchas gracias.
Asintió y esbozó una sonrisa
cansada.
—Gracias, hijo, a uno le gusta que
le digan esas cosas.
Pero cuando llegué a la esquina del
irlandés supe que no me había parado, ni había hablado con él. Quizá fuera
porque no quise ser un pesado, ni un baboso, ni un admirador que le dorara la
píldora. No me paré. Seguí. Y, ahora, tantos años después, no sé si lamentarme
o no.