David Monthiel
La cohorte de personajes siguen desfilando por el poema.
Como Astarté, la diosa, o los insignes y omnipresentes Balbo. Y aquel que cogió
y abrió los fardos que decía Pericón que llegaron a Cádiz y que contenían las
partituras secas del flamenco. Personajes a patás.
Músicos, pintores, poetas y locos de Cádiz: una especie humana que diagnostican
como víctimas del levante y su ímpetu, chalaura
siempre admirada en estas calles por su estar-en-el-mundo alucinado, lleno de
verdad y su facilidad para la perorata o la genialidad. Como aquellos filósofos
del rotulador que escribían tratados en las paredes y la gente leía
deslumbrada.
Y caben los motes. Los clásicos hijos de la diversidad
gaditana: el negro, el chino, el moro, el gitano. Y los rebuscados: Antonio Rodríguez
Martínez, El tío de la tiza, Enrico
Spagnoletto, el
celebrado pintor de marinas en Roma, Saturnino, el profesor que escribía con
rotulador en las paredes, Antonio Jiménez, el del lunar,
uno de los autores de Las viejas ricas.
La memoria se llena de objetos y uno piensa en los
vientos de las bandas de jazz que se las llamaba jambá, en las mesas de caoba en los despachos de las consignatarias
y en la que dormía Fermín Salvochea y de la que se cayó o dio un pellejazo para la historia de los
alcaldes de Cádiz. Piensa en la cara del cuñao
de Pemán, en los romanos del Ecce Homo, en la calzada y el teatro que dejaron,
en los trabajadores de Astilleros cortando el puente con tirachinas y en esos
otros romanos, pero con otra vestimenta, tirándoles pelotas de goma. Piensa en
la mezquita de Cádiz y en aquel poema de Fernando Quiñones en el que también se
escuchan las olas en el templo.
Si María Moco vio, según el mito, al moro que jugaba a
las cartas en los túneles que existían bajo el glacis de defensa de la Puerta
de Tierra (donde vivía en la miseria), yo vi, con hambre, las murallas de
turrón de Cádiz tras el escaparate de las pastelerías, quizá fundadas por
guiris. Porque Cádiz siempre fue muy de genoveses y de alemanes, y en sus
apellidos queda ese lustre ligur que
es síntoma de costumbrismo. Y si no lo saben, yo se lo digo, los gitanos de
Cádiz nunca usaron la palabra payo y aquí siguen, como bien contaba Chano
Lobato cuando recordaba su infancia en el Barrio de Santa María.
Mientras los burgueses como Sebastián Martínez tenían la
mejor biblioteca de Europa, los majos se ganaban la vida con la picaresca de
siempre, o se las ingeniaban para no trabajar como los negros curros que en La
Habana y en su teatro quedaron como andaluces, como elegantes vividores y
músicos que vivían al día. Porque si vinieron armenios, franceses, griegos,
árabes y un montón de guiris a vivir y a quedarse, el lema popular debería ser
que uno "emigra a donde le da la gana" y si es a Cádiz mejor, porque
es como una Habana metía en manteca para saber conservarla.
A cualquier hora se silba un cuplecito, se fuman porros y
se escucha las sirenas de los cruceros zarpar, se venden numeritos, se ríe uno
de lo de la alergia a las espiochas mientras echa doce horas de camarero para
servir a los turistas o a los veraneantes en un chiringuito. El camarero sabe
que hubo santones en Gadir con un Ganges caletero que le contaban a los griegos
que aquí había leyes en verso desde hacía seis mil años y que de seguro eran
cuartetas de un romancero religioso para adorar a Moloch o a Astarté. O a una
diosa desconocida que ayuda en la pena con alegría. Porque entre las cuadrillas
de estibadores que fueron cargaores
con manigueta de vírgenes y diosas, florecía el pícaro, como aquel secreta que
le pusieron a Leon Trotski para vigilarlo mientras iba a la biblioteca y que le
consiguió un precio justo en la compra de camarones.
En nuestro piano cabe de nuevo otra genialidad de Ignacio
Ezpeleta cuando le dijo a Lorca que él no trabajaba porque era de Cádiz, y
quizá ya Ignacio sabía que Hércules tuvo sus dos últimos trabajos en Cádiz por
aquello de jubilarse en el paraíso miserable donde se comía carne de bragueta
(carne del matadero que los matarifes flamencos se sacaban metida de tapadillo
en los pantalones) mientras los prebostes franquistas discutían qué hija de
ministro iba a ser la reina de las Fiestas Típicas y partían los billetes de
veinte duros por la mitad para que los verdaderos héroes mitológicos de esa
época cantaran un popurrí.
Porque aquí en dos calles paralelas te encuentras con
Morillas con tatuajes en los empeines del pie y a Fallas que escuchan su flow a la hora de contar lo que les ha
pasado en la plaza de abastos. Pero la Morilla real, la sirvienta de la familia
Falla, cogió por banda a Manolito de chico y le cantó esa música que nació en
estas calles, pero en las más míseras, en aquellos cafés del camino del
Arrecife, en aquellas ventas entre huertas, lechuguinos (los voluntarios contra
el fanfarrón de 1812 que trabajaban en las huertas) y mucho campo. ¿Que cuáles
son los cuernos de la abundancia de los que no tienen ná? La alegría de estar juntos, la juerga, el cometario
improvisado, la palabra justa, las risas, el cachondeo en las casas de vecinos,
ese materialista y comunitario "donde come uno comen seis".
Y mujeres valientes como Teletusa, la Pepa, la Perla, La
tía Norica, La Larrea o La Cienfuegos, La Mejorana, Mariana Cornejo, aquellas
que volvieron locos a los viajeros románticos y que no existen, son mito falso.
Esas de la que no hay ni una sola placa con su nombre en el Oratorio de 1812. Y
también caben las cositas que le dedicaban a la personificación de Cádiz como
mujer, esos que morían y mueren por la ciudad: Herodoto, el ya citado Richard
Ford o Fray Jerónimo.
En nuestro piano cabe la explicación de que el garum era una salsa de pescao muy famosa en la antigüedad, el topolino es un helado del Salón
Italiano, el piojito es el mercadillo de ropa de los lunes sito en la Barriada,
los anillos con atunes son piezas únicas fenicias, la paniza es una especialidad de la cocina ligur, de la ciudad
de Savona, pero clásica de Cádiz, tener cacaruca
es tener guasa picaresca, el aguatapá
es donde te cubre el agua del mar y no haces pie, la maruca es un pescao de huevas riquísimas, cambembo es un adjetivo para la forma
anormal o irregular de un objeto, cosa o persona, chiguato es la manera de llamar a un cangrejo con el caparazón
blando por estar mudándolo, guannío,
estar muy cansado y, por último, caben también las diferentes acepciones de empetao: que van desde el lugar lleno,
la inflación corporal de un sujeto o una caña doblada por el peso de la pieza
pescada. Y los topónimos que han sido y son, hasta en caló, desde aquel año del
1100 antes de la era común.
Dentro de un viejo piano caben las gracias, el lavativazzo y el agradecimiento al
Galiana por reliarme para acompañar
su música y poder escribir sobre un Cádiz mío, complejo y sencillo, moderno y
cateto a la vez, una descripción propia que se une a esa lista de piropos y
metáforas de un Cádiz que alterna el esplendor y la miseria. Porque esto es la
costa de la luz pero también de la oscuridad. Y lo llaman Cadifornia pero no lo es.
Es un pueblo viejo con murallas. Pero lleno de vida. Y de
alegría.
Nada más.
Y nada menos.