Toda escritura es adicción, y todos los escritores vienen a estar de una forma u otra, enganchados. "Las historias son mi refugio", escribió Robert Louis Stevenson y añadió: "para mí, son como el opio". Aún el más sobrio y convencional de los escritores sabe el significado de entrar en trance, sentirse poseído, suspendido y abandonado en aquellos mundos que sus palabras recogen en la página. La bebida desata la lengua, como observaba ya Baudelaire. Pero las drogas y las palabras escritas aluden a una soledad profunda, y a veces, aislante, son matieria primera de las investigaciones privadas en sí mismas que tan dificil resulta compartir. Las drogas llevan a los escritores hasta unos extremos bien conocidos por todos ellos: están condenados a encontrar palabras para lo que parecen ser mundo intensamente subjetivos y mudos, cansados y malogrados por lo que es inexpresable, condenados a sentir un pánico claustrofóbico cuando las palabras se secan y agotan y aún así están obligados a intentarlo una y otra vez hasta la saciedad, acechando las estanterías y las calles en una búsqueda desesperada de inspiración, de estimulación, una dosis cualquiera.
"De niño quería ser escritor porque los escritores eran personas ricas y famosas. Se paseaban sin hacer nada por Singapur y Rangún, fumaban opio vestidos con punchis de seda amarilla. Esnifaban cocaína en Mayfair y se adentraban en las ciénagas prohibidas acompañados por un fiel muchacho del país y vivián en el barrio donde vivían los nativos de Tánger, fumando hachís y acariciando lánguidamente una gacela domesticada" (WS. Borroughs "Autobiografía literaria")
"Escrito con drogas", Sadie Plant, Destino Libro.
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