Monseñor Leoneri, alto y narigudo, delgado y miope, suda porcinamente por sus episcopales sobacos, y se limpia cada doscientos treinta y nueve segundos sus gafitas pequeñitas con los faldones negros de la sotana. Anda a paso rápido sujetando nerviosamente un portafolios y por el gigantesco pasillo resuenan sus pisadas amplificadas por la quirúrgica blancura del mármol que todo lo cubre. tactoctactoc. El mármol limpio, lácteo y brillante, como perpetuamente húmedo. Y todo está lleno de ranas. Las paredes anchas, las grandes columnas y el techo largo estiran el incesante canto de los bichos. Ranas croando por todos lados, saltando por las escaleras, por los salones, por los claustros, como manchas verdes, negras y amarillas, blandas y limosas, brillantes, oscuras y gordas, saltando paso a paso y metro a metro. Fuera, en el patio exterior, Monseñor Leoneri ha tenido que esquivar una desaforada muchedumbre de periodistas febriles y de fieles aterrorizados, acosándolo los unos con preguntas, micrófonos y flashes, y los otros con ruegos, cilicios y rosarios. Ahora, dentro del palacio, hay que enfrentarse a patadas con millones de ranas ruidosas y blanduzcas. Camino del despacho de Su Santidad, da un violento puntapié a un bicho que le ha saltado sobre el pie. Tiene apenas tiempo el animal de hinchar el buche y croar desagradablemente antes de salir despedido y estrellarse contra una gruesa columna de mármol haciendo un ruido más o menos así: bflofshshsh.
Ante la puerta pulcramente barnizada del despacho, se quita una rana que se le ha encaramado sobre el hombro. Siente la mano húmeda y viscosa y, limpiándosela en los hábitos, pregunta:
—¿Permiso?
Su Santidad está sentado tras la mesa opulenta sobre la que saltan unas cositas verdes y babosas.
—Santidad, vengo a rogarle que salga Su Santidad. La junta lleva dos horas esperando a Su Santidad, hay medio millar de periodistas pidiendo a gritos un comunicado público de Su Santidad, cientos de miles de fieles vienen hacia aquí en peregrinación histéricos y asustados, somos portada en los periódicos de todo el mundo, Santidad, hay que hacer algo... y Su Santidad lleva aquí encerrado todo el día sin decir nada. Su Santidad debería salir ¿Me oye usted, Santidad?
Y Su Santidad sonríe levemente sin apartar los ojos adiposamente azules de una ranita que acaricia con parsimoniosa lentitud entre sus manos temblorosas. Luego mira dulcemente a Monseñor Leoneri y, sin desdibujar del rostro su rictus de idiota, suspira lentamente:
—Ay, Paolo... siempre te tomas todo tan a pecho... las ranas son bellas... Míralas... Son criaturas del Señor... hemos de tratarlas con amor y cariño...
Monseñor vuelve a quitarse nerviosamente las gafas y contesta atropellándose sus propias palabras:
—Estoy preocupado, Santidad, muy preocupado... Todos estamos muy preocupados... Todos menos Su Santidad...
—Vamos, Paolo... dime qué te turba... ¿qué dicen fuera?
croa, croa, croa. Cantan las ranas con desesperada insistencia.
—Es terrible, Santidad. Muchos dicen que la invasión de ranas en la Ciudad Santa es una señal divina, como hablan las Sagradas Escrituras, Santidad, las plagas de Egipto, una señal, la Gran Señal... Muchos fieles dicen que es un aviso contra la corrupción de nuestra Santa Madre Iglesia. Los testigos afirman que es una prueba de que en la Santa Sede mora el Anticristo y se preparan, mientras asustan a la gente, para la llegada del Juicio; hay manifestaciones y revueltas en muchas parroquias, muchos templos están siendo saqueados, el ejército se ha apostado en la plaza para defendernos de la muchedumbre, Santidad, Lefebvre ha saltado a los medios y exhorta a las masas católicas, estamos ante un nuevo cisma, quizás el más terrible de todos, Santidad. Nuestra Madre Iglesia peligra, Santidad, tiene Su Santidad que hacer algo.
Y Su Santidad, sin dejar de sonreír como un bobo y acariciando su ranita con mórbida ternura, habla torpemente:
—¿Habéis oído, ranitas?.. Sois un castigo del Señor... como en el Éxodo... ¿no os hace gracia, ranitas?.. Ay, Paolo... siempre fuiste un hombre pusilánime y eso va a ser tu perdición... Nunca llegarás a nada, hermano Paolo... ¿Cómo pueden todos esos idiotas creer que las ranas sean algo maligno? ¿Es que son tan imbéciles que se creen todo lo que dicen las Escrituras?... Ay, Paolo, la Iglesia va mal, en eso llevan razón... Dirigimos un rebaño de borregos ignorantes y cobardes. Corderitos con miedo que esperan la muerte como el que espera un prado florido. Pobres infelices. Si por lo menos, en lugar de borregos, fueran ranas, Paolo. Una Iglesia formada de ranas ¿imaginas, Paolo? Dile a todos, Paolo, que Dios Nuestro Señor es una rana. Ni más ni menos que una enorme rana verde. Anda, corre, transmíteles mis palabras y luego diles que no tengo nada más que decir...
Baja desconcertado Monseñor la cabeza. La luz de la tarde, tamizada por la cristalera, traza extrañas sombras en la pared del fondo. Una mosca verdinegra revolotea por la habitación. Su Santidad, quieto y recostado sobre el sillón, acariciando con lujuria a su ranita, deja de sonreír y sigue con los ojos al insecto. La mosca se posa sobre el crucifijo que hay en la mesa y comienza a frotarse la cabeza graciosamente con las patitas, como si tratase de hacer cosquillas al oscuro cristo de bronce. Su Santidad la mira con los ojos muy quietos. Alarga en un segundo una lengua fina, roja y elástica y la caza.
Sonríe feliz.
Luego eructa.