Cuenta Apolonio de Rodas que el mascarón de proa de El Argo, la cóncava nave que llevaría a Jasón y a los argonautas hasta el vellocino de oro, estaba labrado en roble del bosque de la Dodona y que podía entender el lenguaje de los pájaros. Para el sufismo, este lenguaje es el de los ángeles y fue muy útil a San Francisco de Asís cuando predicó a los pájaros y alcanzó a entenderlos a saltitos —como en la escena de Pajaritos y pajarracos de Pasolini en las que Totó y Ninetto predican a los gorriones—. Este “lenguaje verde”, el lenguaje de los pájaros, es una suerte de código mágico usado por los pájaros para comunicarse con el iniciado.
Pero para una sociedad de finalizados como la nuestra el lenguaje de los pájaros es apenas un idioma de los domingos en el campo, o la banda sonora de la compañía de una mascota. Apenas entendemos su alfabeto si no remeda las palabras como las cotorras hacen en sus jaulas. Apenas sabemos diferenciar un mirlo de un vencejo y las golondrinas son oscuras y sólo viven y regresan en el verso de aquel poeta.
En el lenguaje verde de los pájaros están las verdaderas noticias de la mañana. El canto anuncia que el nuevo día es un hecho, una esperanza, una posibilidad. Pero nuestra atención se centra en el graznido de las señales del reloj, en el trino mañanero de las noticias, en el gorgojeo del tráfico, en el cloqueo de la televisión. Quizá sea porque ahora la jaula está dentro del pájaro, como dice el poeta David Eloy Rodríguez. O porque los espantapájaros que ustedes saben asustan al pájaro, que es el alma o el niño dentro, en tiempos de la infancia vulnerada por el consumo y por las imágenes (y esto no es un alegato antitecnológico ni mucho menos). Produce una inmensa tristeza pensar que la naturaleza habla y que el género humano no escucha.
El alfabeto de los pájaros no es un tratado de ornitología comunicativa al uso, ni va a explicarnos qué dicen las garzas, los colibríes sobre el cambio climático o los problemas del neoliberalismo, ni qué comentan las gaviotas cuando carroñean nuestra basura, ni va a traducirnos el grito de los estorninos o a resolverme esa incógnita carlosedmundoriana que me inquieta: cómo diría un pájaro impío. El alfabeto de los pájaros es una novela sobre cómo ordenar el alfabeto de cicatrices de Nix, una niña adoptada, un sagaz y digno relato sobre un arbolito que ha sido trasplantado de una tierra a otra —en la que echará raíces profundas— y de cómo ése arbolito intenta verse las primeras raíces y reconocer los trazos de navaja que el tiempo y el viaje le han trazado en el tronco como nombres imposibles. Y sobre todo habla del uso de la imaginación para curar, del valor de las palabras que la madre de Nix le dedica y que aunque no pueden borrar el dolor, son, como dice la autora, las riendas para domarlo. Este libro habla de educar a un hijo o a una hija que se hunde en las aguas oscuras de sus orígenes, del reto de adoptar, de la aventura que es la paternidad y la maternidad.
La sociología pronto hará sus cuentas y cábalas sobre este fenómeno que rompe los mapas y crea nuevas familias, familias divergentes, plurales, frente a la cerrazón de aquellos que, como los oídos por los que se cuela Nixbad en una de las peripecias que le cuenta su madre, huelen a cera y a Iglesia; las familias, hoy día, son diversas, múltiples. Y la familia que aparece en la novela, conformada por una niña pájaro, una madre cigüeña, padre pelícano y una hermana caballito, es un ejemplo de los retos y desafíos que suponen una adopción internacional.
Por eso El alfabeto de los pájaros también no-habla, es decir plantea un discurso no dicho como un rumor de fondo, del dolor que padecen muchos seres humanos en el primer mundo y de la esterilidad resultado de una manera de vivir tan alejada de lo que somos, no-habla de vientres y simientes yermos, no-habla del camino agreste que conduce desde el país de los padres y madres sin hijos ni hijas hasta el país de los niños y niñas sin padres. No-habla de las barrigas colombianas, marroquíes, camboyanas en las que las semillas europeas germinan.
Para eliminar tantas preguntas y sombras Nix cuenta con los relatos de su madre y con el deber de recordar lo que se ha olvidado, por eso necesita alcanzar el sonido más primitivo, la primera música: el latido primordial que escuchó dentro de la barriga de su madre biológica. Como dice ese cantante de éxito, perdón quiero decir, Platón: para saber hay que recordar.
La herramienta, como he dicho, es la poderosa fantasía, esa vieja máquina de posibilidades que se ha rendido a la propiedad de las marcas registradas, en ingenio para hacer slogans, en ésa arma contra el tiempo y la muerte. La madre de Nix es capaz de calmar a su hija con cuentos e historias que enriquecen su imaginación y aplacan el dolor: es el hilo del que tira para salir del laberinto en el que ella se pierde cuando piensa en China, en su madre biológica, en la barriga de la que un día salió para caer en el orfanato, en el viaje de sus nuevos padres. Y así la narración se trufa de maravillas orales como el viaje de Nixbad la marinera, trasunto de Simbad, de dragones, princesas, ciegos adivinadores y de un cuco —el pájaro adoptado por excelencia—. El lenguaje, la lengua verde que usa la madre de Nix tiene algo de parábola sanadora, de la palabra con un uso que va más allá de la historia para dormir. Lo que se cuenta sirve, y vale para aplacar fantasmas, zonas oscuras donde los cazadores no entienden las pisadas que ha dejado una niña perdida. La madre de Nix busca las palabras más audaces para traerla de la oscuridad hasta la cálida isla de su familia.
Re-latar es volver a decir, volver a decir es re-petir y re-petir es volver a pedir o volver a llamar. El arte de contar como jugar a la comba: hay que saltar en el momento preciso. Por eso las historias, como decían el colectivo de escritores Wu ming, son hachas de guerra que hay que desenterrar. La madre de Nix desentierra viejos mitos, se recuperan, se reinventan, remiten de unos a otros, se implican en una nueva realidad. Nixban o Nixgren, son adaptaciones de viejas historias, de los grandes relatos de nuestra civilización que hablan de griegos y fenicios, de vellocinos, de caballos de madera y de niños que vencen a gigantes. Historias que compartimos, que nos conforman.
El viaje de Nix exorcizará los miedos y males que la acosan de la mano de un parlanchín cuco —el pájaro que se cría con padres adoptivos— que le guiará en un camino al revés hasta el origen. La niña-pájaro Nix comenzó un viaje en el dolor del abandono, en la herida de no haber sido amada, en la duda de no merecer amor, en el recelo, la desconfianza y en un mágico tránsito resolverá su dolor; y como le dice el cuco de madera de tilo que la guía (y calma con su sabor a tila): La familia te es dada siempre. Te es dada aquella que te adopta y también en la que naces. No es posible elegir a la familia, pero el amor sí es una elección. Nadie pede obligarte a querer. Ni siquiera el propio amor. Incluso cuando surge torrencial y poderoso dentro de ti, puedes rechazarlo. Aceptarlo o no es tu elección. El corazón habla el mismo idioma de latidos en todo el orbe. Es el que intenta decir lo imposible.
Fue Jasón, el de los argonautas, el que imploró a Zeus la reproducción sin mujeres. Hoy es posible prescindir de los cuerpos incluso. Tener hijos es importante más allá del sesgo estadístico o el alarmante envejecimiento de la población. Como lo es contarle historias a los niños y niñas, leer con ellos: Los niños y las niñas sirven para cuidarlos, para volvernos cuidadosos. Los niños son nuestro tren y nos señalan, nos enseñan: Mira, un tren, mira una lagartija, mira una niña china, mira una flor, mira Nuria Barrios. Sirven para tener siempre ante los ojos las razones por las que vale la pena seguir luchando, seguir viviendo.
Porque son los niños y niñas los que nos enseñan a ser padres y madres. Os contaré una historia. Aquel verano era el primero de muchos que una familia recibía a un niño saharahui que sobrevivía en los campamentos del desierto. El niño iba a pasar un mes con su familia adoptiva. Al bajar del autobús se abrazó a sus padres y hermanas de verano. Fue a la playa, se bañó en el mar, comió lo que le pusieron. Recibió toda clase de regalos y de cariños bajo ese adagio de que ellos tengan lo que nosotros sólo soñamos. El niño saharaui aprendió no sólo cómo decir gracias, hola, me llamo Ebnu y más cosas sino también cómo se vivía en la ciudad. También los padres y hermanos aprendieron algo. La primera noche de su estancia, todos cenaban en la mesa de la cocina. Le preguntaban a Ebnu cómo se sentía y él chapurreó que muy bien. Al terminar de cenar, Ebnú dejó sus platos en el fregadero y se dio cuenta de que en su vaso todavía quedaba agua. Los demás comenzaron a quitar la mesa y a tirar los restos a la basura y a vaciar los vasos en el fregadero. Ebnu cogió la botella de agua y la abrió. Y con mucha pericia comenzó a verter el agua que le había sobrado en el vaso en la botella. Los padres adoptivos se quedaron mirándolo.
–¿Qué haces Ebnú?
–¿No hacer esto aquí? En mi casa, hacer esto con agua.
La imagen del desierto, del campamento, anegó a la familia que se quedó en silencio mientras el chorrito de agua caía en la botella sin desperdiciar una gota.
Como diría el armario de las lenguas del cuarto de Nix: Gracias, o brigado, shokran, danke, thanks, xie xie, arigato.
1 comentario:
Sólo puedo decir una cosa (aunque me gustaría poder decirla en lengua de pájaro): gracias, obrigado, merci, danke, thanks you, ....
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