En su autobiografía Rexroth nos cuenta una experiencia que tuvo a los cuatro o cinco años cuando, a principios de verano, estaba sentado en la acera delante de su casa:
Una conciencia, y no un sentimiento, de dicha completa más allá del tiempo y del espacio se adueñaba de mí o quizá era yo quien me adueñaba de ella. No quiero usar términos como “me extasiaba” o “estaba transportado, transido”, o cualquier otro que implique que estaba siendo poseído por alguna fuerza externa o algo anormal. Al contrario, parecía que éste fuera el modo natural en que transcurría mi vida, y que esa repentina y aguda conciencia de ello era tan sólo una cuestión de atención en un momento determinado.Cuando estas experiencias “místicas” son más profundas y duraderas, suelen ir asociadas a la meditación y a la disciplina espiritual; pero Rexroth nos da a entender que todos pasamos por esos mismos estados de conciencia en algún momento, a pesar de que apenas nos demos cuenta de ello y sean facilísimos de olvidar una vez que nos volvemos a meter en la vorágine de cada día.
La paz que proviene del hábito de la contemplación […] no es ni rara ni difícil de encontrar. Se ofrece a cada persona en ciertos momentos desde temprana edad, aunque surge cada vez menos en caso de no haber sido bien recibida. Puede ser alcanzada, entrenada y cultivada hasta que se convierta en un hábito constante que forme la base de nuestra rutina diaria. Sin ella la vida sólo es agitación, en la que todo sentido y hasta toda intensidad de sentimiento acaban por extinguirse entre el tedio y el desorden.“En el corazón de la vida”, dice en su ensayo sobre el Tao Te Ching, “hay una minúscula y permanente llama de contemplación”. Incluso sin saber nada de ella, la gente vuelve de forma instintiva a este “centro de calma”. Siempre está ahí, aún en medio de las situaciones más turbulentas; pero algunas circunstancias le son especialmente favorables.
Quienquiera que haya escrito los breves salmos del Tao Te Ching sabía que la contemplación del curso del agua es una de las formas más elevadas de oración. […] En realidad muchos deportes son también formas de contemplación, por ejemplo y muy en especial, pescar en aguas tranquilas. Muchos hombres a los que una vulgarización del budismo zen haría reír, y que lo más probable es que lo encontrasen del todo incomprensible, practican la vida contemplativa a la orilla del río, caña de pescar en mano, al menos algunos días al año. Igual que los grandes místicos, ellos también sienten que la iluminación de esos pocos días es lo que da sentido al resto de su vida.
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A Rexroth y a otros poetas del Renacimiento de San Francisco se les ha considerado un tanto a la ligera como pertenecientes a la “generación beat”, pero como él mismo recalcó de manera enérgica en muchos artículos, ni él ni la mayoría de sus compañeros tenían mucho que ver con el estereotipo de los beatniks que habían creado los medios de comunicación. Sus críticas al sentimentalismo, egocentrismo y a las necedades de Kerouac fueron particularmente caústicas. En venganza, la mayor parte del torrente de memorias, biografías e historias de la “era beat” apenas le mencionan salvo con algunos comentarios malévolos y rumores despectivos. Por otro lado, cuando el mundo académico se digna reconocer su existencia es para etiquetarle de forma desdeñosa como “el padrino de los beatniks”.
La aparición del movimiento por los derechos civiles fue algo con lo que Rexroth conectó más. En un artículo, escrito en 1960, elogia la espontaneidad y la acción personal directa de los primeros manifestantes y les previene contra los intentos de intromisión e institucionalización de los “organizadores” burocráticos:Las brutales tendencias reaccionarias de la vida estadounidense se vieron cuestionadas en todos sus frentes, no sobre una base política — izquierda contra derecha — sino a causa de su evidente falta de honradez y violencia moral. […] Los programas políticos están desfasados, […] el poder o un programa no es lo que importa, lo que importa ahora es una realización inmediata de contenido humano, aquí, allí, en todas partes, en cada hecho y en cada relación en la sociedad. […] Esto implica una acción moral y personal. Yo diría, si me apuráis, que implica una revolución espiritual. […] El boicot a los autobuses en Montgomery […] demostró algo que siempre había sonado a puro sentimentalismo. Es mejor, más valiente, mucho más efectivo y más agradable actuar con amor que con odio. Una victoria ganada así nunca será puesta en tela de juicio. […] Más aún, cada victoria moral convierte o neutraliza alguna parte de las fuerzas contrarias.
Esta acción directa y espontánea era un buen comienzo para clarificar el ambiente de años de compromisos y confusiones. (El esquema “izquierda contra derecha”, por ejemplo, ha sido durante mucho tiempo una supuesta oposición entre dos engaños casi imposibles de distinguir). Pero el rechazo de Rexroth a todos los programas en bloque es obviamente demasiado simplista. En el periodo que siguió a la destrucción del antiguo movimiento revolucionario, esta clase de actitud era comprensible: la gente desconfiaba con razón del sometimiento ciego a programas y organizaciones doctrinarias; era necesario reexaminar las perspectivas desde el principio y permanecer abiertos a las distintas posibilidades. Durante este periodo, la estrategia de Rexroth de fomentar el diálogo y las comunidades creativas sin preocuparse demasiado por tener una teoría coherente resultó ser muy provechosa. Ninguna otra persona jugó un papel tan importante para sentar las bases del Renacimiento de San Francisco de los años cincuenta, movimiento que se convertiría a su vez en una de las principales referencias de partida para la contestación más generalizada de los años sesenta. No obstante, esta nueva manifestación iba a plantear cuestiones tácticas y teóricas que Rexroth, empeñado en mantener su eclecticismo empírico, no sabría abordar de una forma coherente.
Ken Knabb, prólogo de Desconexión, Pepitas de calabaza, 2009