Los ladrones se aprietan en cuevas y sinecuras, se clasifican en colas y canales, le deben dinero a la grieta que cruza su pared.
Los ladrones confían en la nube de moscas que sobrevuela su corazón y el de los demás. Tienen oficinas emboscadas en los movimientos del corazón
Los ladrones piensan que se merecen una yema clasificada sobre sus espejos espolvoreados de raticida e ibuprofeno. Se venden paraguas rendidos a la sequía, necesitan zahoríes para los túneles del descanso.
Los ladrones tienen diez ojales para un botón, un martillo para las lágrimas, comparten una melancolía de los packs de tres y veneran el sagrado rito del envoltorio.
Los ladrones esgrimen los índices que los señalan muertos, el mal que habita como súcubo para versificar la espuma. Y marchan con pátina degozantes y con el hinchado espíritu como piedras amarradas a los pies.
Los ladrones se deshojan en pétalos de plomo y, en sus pulmones, la ceniza gana su patria como la tos es su himno de humo.
Los ladrones liban, como el colibrí de todos los supermercados, en la flor de la cartilla. Adquieren el decapitado pájaro en jaula de sangre, el manso monarca del corazón.
Los ladrones se derrumban en sus autointerrogatorios y se denuncian entre ellos por la quemadura de la plancha en el ala del pájaro de plástico.
Los ladrones se mueren de pena en las mesas del banquete y cantan las tristes canciones del arado siendo animales de tiro en la sien.
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