Quiero denunciar ante todos, público
y clero, el robo de un par de anteojos, de alguna
camiseta sucia y pañuelo usado, un número
impreciso de poemas que venía escribiendo
en los últimos años de esta guerra, un aparato
de televisor, discos, armas, souvenires
varios: un libro de Lenin, un disco
de don Pepe de la Matrona que me regalara
el Divino Divinsky por recomendación
del marqués del Cante, don Fernando
Quiñones, un asiento argelino, piedritas, cartas, dos botellas de vino
chileno, documentos reales y apócrifos y otras
cosas pequeñas pero queridas,
nada de esto, ni de otras cosas que
omito han reaparecido. Fueron
robados por la policía en mi domicilio, entonces
ilegal para ellos. Las armas perdidas ya
han sido debidamente detalladas; las largas
y las cortas, las buenas y las malas. Los
objetos eran comunes, como esos que se venden
por allí; los versos hablaban de una 11,25 que
ha dejado una marca en el nacimiento
de mi muslo izquierdo; otro hacía referencia
a los problemas de la balística en relación con
los sentimientos; uno recordaba el miedo
que tenía el sargento cuando
fuera atacado por sorpresa, y otros
temas que he olvidado por buenas razones. Algunos de
estos papeles desaparecidos por el miedo que la policía
metió a mucha gente, entre ellos a una mujer llamada
Lucila, que materialmente quemó uno que otro.
Otros fueron destruidos por la propia policía o los militares
de los servicios de informaciones que también me llevaron. Hago
esta denuncia, especialmente por la perdida
de armas y poemas, ya que ambas son irreparables, han
sido robadas al pueblo de la república, a
quien materialmente pertenecían.
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