Todos los ingredientes
parecen combinarse para producir un inquietante déjà vu:
una crisis económica global, el retroceso de la democracia, la
búsqueda de un chivo expiatorio, una fractura europea de la que
resurge la imagen aún borrosa de un Reich alemán. Son ya legión
los analistas que establecen paralelismos bastante acertados entre la
época actual y el período de entreguerras del siglo pasado.
Semejanzas hay muchas, pero lo cierto es que, más allá de la
decadencia ecológica del planeta y la amenaza nuclear, conviene
señalar también una diferencia cultural que excluye cualquier
repetición mecánica: el fascismo fue la respuesta al triunfo de la
gran revolución rusa y su ascenso se produjo en un marco denso de
ideologías fuertes en el que la mayor parte de los europeos se
alinearon conscientemente de uno u otro lado.
Seamos
optimistas. Tras cincuenta años de Estado de Bienestar y “hedonismo
de masas”, las víctimas de la crisis no son trabajadores
explotados, aunque la explotación del trabajo se haya intensificado
brutalmente, ni tampoco parados harapientos, aunque no dejen de
aumentar el número de parados y de harapos: son -por usar la
expresión de Bauman- “consumidores fallidos”. En tiempo de
crisis”, se nos alerta, se puede llegar a creer cualquier
disparate. La combinación de mercancías y nuevas tecnologías ha
generalizado un modelo antropológico que debilita casi todas las
adhesiones fiduciarias, hasta el punto de que el innegable aumento de
las filiaciones religiosas no puede ocultar el pragmatismo consciente
de los que escogen, en el menú variado de las doctrinas de
salvación, la que más se ajusta a su perfil social o laboral. Si
una ideología es una convicción universal cuya raíz misma implica
el paso al acto,
podemos decir que el compromiso ideológico es hoy residual en el
mundo: el crecimiento de Amanecer Dorado, del Frente Nacional o de
UKIP (o el del islamismo político radical), que debe sin duda
preocuparnos, está limitado en cualquier caso por el “nihilismo de
mercado”. Frente a estos movimientos agresivos y frente al
retroceso de democracia, la dificultad para creer nos salva de los
fascismos clásicos, pero inhabilita también, como alternativa
viable, a las izquierdas tradicionales. La reacción “natural” en
el interior de este modelo, la más saludable, la única posible, es
el 15-M y sus indignados descreídos y solidarios, reverso ético de
la mercancía y sus hechizos.
Seamos
pesimistas. Tras cincuenta años de Estado de Bienestar y “hedonismo
de masas”, las víctimas de la crisis no son trabajadores
explotados, aunque la explotación del trabajo se haya intensificado
brutalmente, ni tampoco parados harapientos, aunque no dejen de
aumentar el número de parados y de harapos: son -por usar la
expresión de Bauman- “consumidores fallidos”. En tiempos de
crisis, ¿se puede creer cualquier disparate? La derecha, porque es
realmente disparatada, puede tener más éxito que la izquierda, pero
ni una ni otra va a conseguir ideologizar, ni para mal ni para bien,
a la mayor parte de la población. El peligro procede hoy de un nuevo
populismo mucho más nietzscheano y risueño que el fascismo, mucho
más escéptico en términos de actitud vital, mucho más
"situacionista", si se quiere, incluso en medio de la
catástrofe económica y social que se avecina. Creer, aunque se
trate de un disparate (los extraterrestres o la superioridad racial),
es un vínculo. Y hay que abordar más bien la perspectiva de un
fascismo sin vínculos, seguido por gente que "no puede creer"
y que, por tanto, no va a necesitar ninguna cobertura de legitimidad
para defender sus intereses. Me cuesta poco trabajo imaginar a
millones de personas siguiendo a un líder al que no rinden ningún
culto y al que, aún más, desprecian; o votando un programa que
saben radicalmente injusto; millones de prevaricadores que, tras
décadas de hedonismo de masas y nihilismo de la mirada, se sienten
hoy legitimados, como en la balsa de la Medusa, a no ocuparse más
que de salvar su pellejo, sin necesidad de rendir cuentas a ningún
sacerdote ni de pedir justificaciones a ningún emperador. Esa es la
imagen, sí: millones de prevaricadores enfrentados entre sí, en una
lucha a muerte, mientras algunos indignados buenos, sin un recambio
ni una organización, tratan de recordar los principios de una
civilización minada por los propios soportes materiales que los han
forjado, soliviantado y reprimido.
Seamos
optimistas: ningún Amanecer Dorado ganará nunca las elecciones.
Seamos pesimistas: todo puede ser aún peor. La conocida frase de
Marx según la cual la historia se repite primero como tragedia y
luego como farsa admite distintas variaciones. Empujados hacia una
decadencia ecológica irreversible y con los arsenales llenos de
armas de destrucción masiva, lo que hace cien años fue tragedia hoy
puede repetirse como apocalipsis. Con ideología o sin ella, pongamos
algunos parches, por favor.
Atlántica XXII
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