El azar, el fácil recurso de los malos escritores. La casualidad, el imprevisto, el golpe de suerte, el deus ex machina que en este caso actúa reforzado por un intuición infalible, por la corazonada que marca el camino a seguir. El azar desvela azarosamente la azarosa existencia de Alcahaz mediante una foto azarosamente caída de un libro tomado al azar (bueno, en realidad una foto bonitamente "nacida del vientre de un libro"). Por si el azar no es suficiente recurso, entra en juego la decidida intuición del protagonista, el presentimiento de que ahí hay algo sospechoso, acentuado por la revelación de la viuda de que su marido tenía un "ligero temblor" en la boca al pronunciarlo, y que se "enfurecía, me mandaba a callar, perdía los nervios". Hum, qué sospechoso, pensará el protagonista, imaginamos que enarcando una ceja y rascándose la barbilla. ¿Así que enfurecía y le temblaba la boca al pronunciarlo? Hum, hum, ahí puede haber algo, veremos, veremos. La corazonada infalible se completa con lo sugerente del "propio nombre del pueblo", "pronunciado con una leve eclosión en la boca, la lengua rozando los dientes". Tal vez eso mismo le pasaba a Mariñas cuando le temblaba la boca, que simplemente se deleitaba rozando los dientes al pronunciarlo, Alcahaz, Al-ca-hazzzz, Lolita.
Pero el azar y la intuición vuelven a conjurarse para permitir al protagonista encontrar el camino al pueblo, mediante un increíble método de orientación (la fotografía que, vista desde el lado contrario, muestra el punto exacto del perfil de la sierra, ejem) que le lleva al lugar preciso que nace el camino, pues habría bastado que se bajase del coche unos metros más hacia allá o hacia acá para no ver nada, más siendo ya casi de noche. Pero él acierta a detener el vehículo en el cruce de donde salía el olvidado camino, el cual por cierto se conserva en muy buen estado para llevar años intransitado, como sugiere su secretismo y el que el primer tramo esté borrado. Un camino sin huellas como éste, sin ser pisado tal vez en años, ¿no lo cubriría la maleza, no lo desharían las lluvias, no lo alfombraría el campo hasta confundirlo con el resto del terreno? Pero ya puestos, una vez confiado el autor en la credulidad sin límites del lector, en que si ha tragado con lo anterior tragará con lo que le ponga en el plato, hace que el azar actúe como copiloto, y "sea el azar quien decida cada vez que llegues a una bifurcación, donde elegirás siempre la senda hacia la derecha, sin motivo lógico".
Ahí está, un hombre con suerte, al que la suerte lleva desde un piso madrileño a un pueblo perdido, con sólo tres golpes de fortuna. Podía no haber visto nunca esa fotografía, podía haber pasado de largo por la carretera, podía haberse confundido de desvío y acabar dado vueltas por la sierra. Pero entonces no tendríamos novela, al menos no con este autor, al que no se le ocurren otras formas de concluir la búsqueda, para no desbaratar el carácter misterioso del pueblo. Es lo que suele ocurrir con este tipo de escritores. Que se creen que el azar seduce al lector, y que cualquier lector preferirá una foto cayendo fortuita de un libro, o un hallazgo en el último segundo, antes que una vulgar indagación administrativa más a fondo (no sé, buscar planos detallados de años atrás, de ésos del ejercito que se ahustan al metro, y que le mostrarían el kilómetro exacto del que salía la desaparecida pista desde la carretera). Hay formas más verosímiles y prácticas, pero también son menos emocionantes. (...)
Y ese ruralismo con pretensiones antropológicas no podía pasar por alto el paisaje. Ay, el paisaje, el agujero negro de la literatura española desde hace décadas. Con notables excepciones, los autores suelen prescindir del paisaje, ni lo ven cuando escriben, de la misma manera que nadie ve ya el paisaje cuando viaja, a no ser que le indiquen mirar (con una de esas señales que avisan de "vista de interés"). Casi es mejor que no lo hagan, porque cuando deciden sacar la paleta y el pincel para dejarnos un paisaje, horror de horrores. El analfabetismo paisajístico de nuestros autores hace que imposten un lirismo construído a partir de palabras y adjetvos descolocados, y que muchas veces no saben qué significan, tomados de algún diccionario ideológico o de sinónimos. Así nuestro autor, que no deja de pasar las posibilidades pictoricas de los olivos, cuyas hojas brillan plateadas bajo la luna, si bien presentan troncos anormalmente "finos". El paisaje preferido de nuestro autor parece ser el nocturno, que cree más sugerente, más poético, más misterioso, y así lo sobrecarga de una oscuridad que "gobierna de nuevo el mundo" Una hermoseada luna como "moneda de plata vieja" que "finas amarras la anclan a la montaña", pero también, para ponernos la piel de gallina, "ruidos animales, criaturas nocturnas de la tierra", y que convierten a su padre en "ese ser hecho de noche, como un animal de la sierra, sin cuerpo a la luz", mientras los olivos componen terroríficos y cursis "cuerpos detenidos en el grito".
"Otra maldita novela sobre la guerra civil", de Isaac Rosa, Seix Barral.
Pero el azar y la intuición vuelven a conjurarse para permitir al protagonista encontrar el camino al pueblo, mediante un increíble método de orientación (la fotografía que, vista desde el lado contrario, muestra el punto exacto del perfil de la sierra, ejem) que le lleva al lugar preciso que nace el camino, pues habría bastado que se bajase del coche unos metros más hacia allá o hacia acá para no ver nada, más siendo ya casi de noche. Pero él acierta a detener el vehículo en el cruce de donde salía el olvidado camino, el cual por cierto se conserva en muy buen estado para llevar años intransitado, como sugiere su secretismo y el que el primer tramo esté borrado. Un camino sin huellas como éste, sin ser pisado tal vez en años, ¿no lo cubriría la maleza, no lo desharían las lluvias, no lo alfombraría el campo hasta confundirlo con el resto del terreno? Pero ya puestos, una vez confiado el autor en la credulidad sin límites del lector, en que si ha tragado con lo anterior tragará con lo que le ponga en el plato, hace que el azar actúe como copiloto, y "sea el azar quien decida cada vez que llegues a una bifurcación, donde elegirás siempre la senda hacia la derecha, sin motivo lógico".
Ahí está, un hombre con suerte, al que la suerte lleva desde un piso madrileño a un pueblo perdido, con sólo tres golpes de fortuna. Podía no haber visto nunca esa fotografía, podía haber pasado de largo por la carretera, podía haberse confundido de desvío y acabar dado vueltas por la sierra. Pero entonces no tendríamos novela, al menos no con este autor, al que no se le ocurren otras formas de concluir la búsqueda, para no desbaratar el carácter misterioso del pueblo. Es lo que suele ocurrir con este tipo de escritores. Que se creen que el azar seduce al lector, y que cualquier lector preferirá una foto cayendo fortuita de un libro, o un hallazgo en el último segundo, antes que una vulgar indagación administrativa más a fondo (no sé, buscar planos detallados de años atrás, de ésos del ejercito que se ahustan al metro, y que le mostrarían el kilómetro exacto del que salía la desaparecida pista desde la carretera). Hay formas más verosímiles y prácticas, pero también son menos emocionantes. (...)
Y ese ruralismo con pretensiones antropológicas no podía pasar por alto el paisaje. Ay, el paisaje, el agujero negro de la literatura española desde hace décadas. Con notables excepciones, los autores suelen prescindir del paisaje, ni lo ven cuando escriben, de la misma manera que nadie ve ya el paisaje cuando viaja, a no ser que le indiquen mirar (con una de esas señales que avisan de "vista de interés"). Casi es mejor que no lo hagan, porque cuando deciden sacar la paleta y el pincel para dejarnos un paisaje, horror de horrores. El analfabetismo paisajístico de nuestros autores hace que imposten un lirismo construído a partir de palabras y adjetvos descolocados, y que muchas veces no saben qué significan, tomados de algún diccionario ideológico o de sinónimos. Así nuestro autor, que no deja de pasar las posibilidades pictoricas de los olivos, cuyas hojas brillan plateadas bajo la luna, si bien presentan troncos anormalmente "finos". El paisaje preferido de nuestro autor parece ser el nocturno, que cree más sugerente, más poético, más misterioso, y así lo sobrecarga de una oscuridad que "gobierna de nuevo el mundo" Una hermoseada luna como "moneda de plata vieja" que "finas amarras la anclan a la montaña", pero también, para ponernos la piel de gallina, "ruidos animales, criaturas nocturnas de la tierra", y que convierten a su padre en "ese ser hecho de noche, como un animal de la sierra, sin cuerpo a la luz", mientras los olivos componen terroríficos y cursis "cuerpos detenidos en el grito".
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