EL EMPERADOR ANUNCIÓ a la corte que iba a rebozarse con el polvo de oro y los diamantes molidos del tesoro real. A pesar de lo inverosímil del anuncio, éste no sorprendió a los consejeros imperiales ni a su hermano y rival. La determinación de rebozarse realmente y la lista de tristes delirios se detallaban en los rumores de palacio. Los consejeros, para celebrar tal deseo, le propusieron una hábil y larga expedición por todo el Imperio con objeto de deslumbrar a sus súbditos, tanto a viejos como a nuevos, con la riqueza jaspeada en su cuerpo.
Los consejeros argumentaban delante del mapa de la campaña de Oriente que en la memoria de sus vasallos
quedaría grabada la visita del Emperador como un día de fiesta. Los brillantes recuerdos permanecerían incluso en los que vivían en aquella lejana villa, ese pueblo que apenas había sido conquistado por un ejército cansado y temible como el que traza los límites del Imperio un poco más allá de sus dominios. Atenuarían las posibilidades de que en los anales se narraran las visitas como un arrebato de excentricidad y de poder. Se asegurarían de que el historiador dócil describiera los míticos brillos de un Midas redivido, ungido con los méritos y la riqueza de los dioses que deslumbraban las calles más oscuras del Imperio. Y declararon inermes las facciosas intenciones de su hermano que se ensombrecerían ante en el rédito precioso de aquella maniobra. El Emperador sonrió satisfecho.
Ordenó a los cocineros que le prepararan en las dependencias privadas una alberca llena de savia de los mejores árboles de los bosques reales y un catre espolvoreado de oro y diamantes. El rebozado se llevó a cabo con una absurda solemnidad de ceremonia imperial.
Durante dos años, la extenuante expedición del Emperador recorrió todas las ciudades del Imperio en loor del gentío. Unos, ansiosos de admirar aquel centelleo que decían deslumbrante, los otros, curiosos, con el único fin de comprobar con sus propios ojos la excentricidad de aquel que se decía su señor.
La última parada de aquel largo viaje fue dispuesta en los confines del Imperio en plena campaña de Oriente. Cuando el Emperador se disponía a entrar a caballo por la puerta de la ciudad bajo la pompa impostada de los funcionarios allí destacados y la sutil falta de entusiasmo de sus nuevos vasallos, en las almenas, el aceite humeaba a la temperatura adecuada. El olor a fritura inundó la villa. El aroma llegó hasta las narices más allá de la frontera, que, con buen olfato político, se habían olido el provechoso trato con el que iba a ser nuevo Emperador. Los consejeros nunca sospecharon que el hermano del Emperador cocinaba la traición a la sombra de tanto brillo.
En aquella lejana villa que ya no aparece en los mapas imperiales se eleva la pomposa estatua que honra al excéntrico Emperador.
Suntuosa.
Olvidada.
Frita.
Ordenó a los cocineros que le prepararan en las dependencias privadas una alberca llena de savia de los mejores árboles de los bosques reales y un catre espolvoreado de oro y diamantes. El rebozado se llevó a cabo con una absurda solemnidad de ceremonia imperial.
Durante dos años, la extenuante expedición del Emperador recorrió todas las ciudades del Imperio en loor del gentío. Unos, ansiosos de admirar aquel centelleo que decían deslumbrante, los otros, curiosos, con el único fin de comprobar con sus propios ojos la excentricidad de aquel que se decía su señor.
La última parada de aquel largo viaje fue dispuesta en los confines del Imperio en plena campaña de Oriente. Cuando el Emperador se disponía a entrar a caballo por la puerta de la ciudad bajo la pompa impostada de los funcionarios allí destacados y la sutil falta de entusiasmo de sus nuevos vasallos, en las almenas, el aceite humeaba a la temperatura adecuada. El olor a fritura inundó la villa. El aroma llegó hasta las narices más allá de la frontera, que, con buen olfato político, se habían olido el provechoso trato con el que iba a ser nuevo Emperador. Los consejeros nunca sospecharon que el hermano del Emperador cocinaba la traición a la sombra de tanto brillo.
En aquella lejana villa que ya no aparece en los mapas imperiales se eleva la pomposa estatua que honra al excéntrico Emperador.
Suntuosa.
Olvidada.
Frita.
"Yuri Gagarin que estás en los cielos", Diputación de Cádiz, Colección Alumbre, 2011.