08 agosto 2011

LA FEA BURGUESÍA

Estos son los valores que Castillejo ha preferido sobre todas las cosas: Primero, un salario pingüe y pacífico, obtenido sin contingencia, como ejemplar de la clase feudal o gobernante; segundo, el sentimiento de pertenecer a la casta dominante y de saber que la policía ha sido constituida para protegerle, no para obligarle; tercero, el respeto de la comunidad, que le considera individuo de Poder, inmerso en la cosa pública y voz en el coro que adora el Dictador; cuarto, los goces que procuran el alto salario y la relevancia social: estos banquetes, aquellas cenas, esos viajes, comisiones en el extranjero; quinto, la intimidad de un hogar confortable y apartado, donde se reduce y concluye el mundo en la mujer y la hija; sexto, la conciencia de la diferencia entre la familia Castillejo y, por ejemplo, la familia de un peón agricultor, sensación que el catedrático experimenta cuando viaja en los trenes expreso y ocupa su apartamento-cama en un vagón distante y separado de los emigrantes; y séptimo, la facultad de opinar e interpretar, como ungido por el carisma del Dictador, ante la aquiescencia de quienes se encuentran fuera del séquito estatal, y, por consiguiente, configurados como pueblo. Naturalmente, para poseer el último valor, necesita los otros seis, por lo cual el séptimo se da como conclusión de los demás.
Conforme medita, Castillejo se derrumba: «La vida es un suceso vulgar y tedioso. En la juventud nos proponemos modelos, pero, cuando los alcanzamos en la madurez, los hallamos fútiles y corruptos; nada de cuanto pretendemos se revela noble al lograrlo; nuestras manos siempre aparecen vacías, y nosotros, en el error» -piensa el catedrático. Y recuerda esta frase de Juan Pérez Valenzuela: «Un joven quiso ser escribano; mas, cuando lo consiguió, ya no era el joven que ambicionó ser escribano ni el escribano que el joven quiso devenir».
Castillejo se ha angustiado repentinamente. Acaba de descubrir que no le gustaría volver a vivir. «¿Para qué existir? ¿Para qué comenzar de nuevo, como empieza Valverde?-se ha preguntado. Y hase estremecido profundamente, porque ha advertido algo terrible: su yerno ha decidido opositar a determinada cátedra, y él tendrá que proporcionarle éxitos. Cecilia recita implacable: «El muchacho vale». Berta, como otrora su madre, copia la tesis de Valverde en papel mecanografiado, y aquél frunce la boca. Cecilia se ha atrevido a memoriar, incluso, que su cuñado, el pro- hombre, convocó antaño oposiciones para Castillejo; más todavía: se ha permitido leerle unos párrafos del trabajo doctoral del pretendiente. «En verdad que la tesis de mi yerno es la historia de mi vejez» -ha pensado. Sin embargo, el catedrático debería haber declarado: «En este nuestro mundo de burgueses, la sabiduría oficial y estipendiada resulta biografía de ciertas mujeres y familias-.
«¿Se repetirá mi proceso en Valverde, como la especie repite al individuos -se ha preguntado Castillejo. Y ha sentido descarado rencor contra su yerno y su hija. «No quiero visitarles en el futuro; en cuanto obtengan la cátedra y ocupen su Universidad, terminaran para mi» -ha confesado. Y con ello ha reconocido que Valverde es suceso irremediable. Luego, ha agregado: «Naturalmente, Cecilia marchará largos meses con ellos, criará los nietos y asistirá a las conferencias del docto». No ha mucho, susurró el yerno: «Usted sabe, Cipriano, que yo soy el más inteligente de los quince opositores». Castillejo ha alcanzado el límite de la desolación; ha recordado que, dieciocho años atrás, lloró de despecho y espetó la misma sentencia a su cuñado.
Conforme medita, Castillejo se derrumba; mas ya no puede meditar. Tres personas han aparecido ante sus ojos: Cecilia, cargada de paquetería; Berta, siempre en la actualidad modisteril, y Valverde, gozoso, satisfecho, exultante, con los labios fruncidos.
«Esta Cecilia, cada vez más vieja y necia». Tal ha sido el último pensamiento de Castillejo; después ha comenzado a conversar.

La fea burguesía, Miguel Espinosa, Alfaguara

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