Cuando era una experta en babosas
solía apartar las hojas de la hiedra, y buscar la
desnuda gelatina de aquellos cuerpos de oro,
forasteros transparentes brillando sobre las
piedras, lentamente, sus cuerpos pringosos
a merced mía. Hechos de agua en su mayor parte, se retraían
hasta desaparecer si los rociabas con sal,
pero no era lo que yo quería. Lo que me gustaba
era descorrer el velo de la hiedra, respirar el
aroma de la pared, y permanecer allí callada
hasta que la babosa olvidaba que estaba allí
y proyectaba las antenas fuera de su
cabeza, cuernos sepia que relucían tenues
emergiendo como telescopios, hasta que al final las
papilas aparecían por las puntas,
delicadas e íntimas. Años después,
cuando vi por primera vez un hombre desnudo,
suspiré de placer al ver ese misterio
reproducido en silencio, ese ser lento
y grácil saliendo de su guarida y
refulgiendo en el aire enrarecido, ambicioso y tan
confiado que cualquiera se pondría a llorar.
Comparto el entusiasmo
No hay comentarios:
Publicar un comentario