El secreto impulso narrativo de los pobres yace en la convicción de que contar historias permite que se escuchen en algún otro lugar donde alguien, o tal vez una legión de personas, entienda mejor que el narrador o los protagonistas lo que la vida significa. Los poderosos no pueden contar historias: un alarde es lo opuesto a un relato. Cualquier historia, por afable que sea, tiene que ser valiente, y los poderosos de hoy vivien en el nerviosismo.
Una narración remite la vida a un juez alternativo o más concluyente, que está lejos. Tal vez ese juez se sitúe en el futuro, o en un pasado pendiente, o quizá en otro lugar, tras de la loma, donde el sino de día cambió (los pobres tienen que referirse con frecuencia a la buena o mala suerte) y donde los últimos son los primeros.
El tiempo de los relatos (el tiempo dentro de la narración) no es lineal. Los vivos y los muertos se reúnen como oyentes y jueces dentro de este tiempo: cuando más hagan sentir su presencia ahí, más íntimo se vuelve lo narrado para quien escucha. Los relatos son una manera de compartir la convicción de que la justicia es inminente. Apelando a tal convicción, las mujeres y los hombres lucharán con ferocidad sorprendente llegado el momento. Es por eso que los tiranos temen el acto de narrar: de alguna manera, todas las historias aluden a la historia de su caída.
de "Con la esperanza entre los dientes", Alfaguara, de John Berger
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