Viejoven
David Franco Monthiel
Hace demasiado tiempo de que ha pasado el tiempo de las edades. La encarnizada brega por parte del sistema económico (que soportamos con comodidad entreteniéndonos en referencialidad endogámica) para hacer desaparecer las agujas del reloj del ciclo vital, las más veces, nos gana batallas y nos alegra el espíritu en la butaca. Juventud, divino tesoro que expoliar. Otras veces —en circunstancias en las que regresa el tiempo, la mortalidad, el cuerpo— son difíciles de gestionar y acaban en pataletas que formalizan coachers y pastillólogos. O el superhéroe cirujano plástico. En una época en la que el gobierno es la gestión del estado de ingobernabilidad de la entelequia de los mercados, nuestros jefes y mandatarios —Botín, Francisco González, la duquesa de Alba— delegan el diseño del presente eterno de la adolescencia simbólica a los comerciales, guionistas y productores. La vieja idea del progreso, de avance, se ha quedado en el derecho de imperturbabilidad ante el telediario idéntico al del día anterior y en la distracción multitarea de la red. El contenido se ha devaluado y es tan barato que se produce con una sola cámara frente a un dormido personaje de reality en el canal 24 horas de Gran Hermano (que tiene la misma o más audiencia que el lamentado y democrático canal corporativo y violento de CNN+).
Los ungüentos no mienten. Realmente detienen el tiempo y hacen de nuestra identidad una nube de tags. Las cremas rejuvenecedoras se convierten en vaselina para ese edema que la pornografía de la información y de la publicidad nos introduce cada día su pedazo de visión del mundo. Los ritos de paso ahora tienen que ver con la etnología de la mercancía cultural y la continuidad en el tiempo de nuestros gustos o apetencias (y su melancolía mercantil). Se acabó eso de “el postrock no es para mí” (término endogámico que se usó por primera vez hace dieciséis años). Aquello que nos individualiza son las elecciones que hacemos en relación al catálogo de diversiones que debemos de representar en el teatrillo de los gustos y que democráticamente otorga el abanico de posibles que engloba desde el postkitsch hasta el casticismo cosmopolita. Y eso que los objetos que adquirimos tienen una vida media de unos meses (ya sea Justin Beiber o una impresora).
El entretenimiento es político desde el momento que nos obliga al adolescentismo perpetuo en el que sentirse joven —sin cremas— pero con ropas, modas, discos y series, es una lucha contra el cuerpo que envejece. Son tiempos de hedonismo y de los cien mil hijos del vigilante. Fíjense sino en el hedonismo salvaje de algunos escritorxs jóvenes; observen y devoren sus poses, sus lecturas, los discos que ha escuchado en el Spotify, sus listas de los mejores segundos temas de discos clásicos. Y también en la legión de mirones que lo mismo no pierden de vista cómo baja un archivo o carga una página porno que se vigilan —a los escritores entre otros— en las redes sociales. Henry Jenkins dirá que las nuevas formas de narrar conforman una novísima creatividad y que cualquier escritor/a ha crecido bajo los flashes íntimos que luego sube a la red. En el desbroce, el concepto se queda en la creatividad gastada de elegir canción del día, de la semana, del mes, del año, el listismo idiota, los meme interminables. Estos adolescentes reinan en las letras y lo que leemos es su actitud. Ni una sola escritora honesta —y madura— podrá posar de esa manera para su tumblr.
Bien lo sintetizó el capo del posthumor en una pieza animada: cabeza de viejo cuerpo de joven. Un personaje en el que se combinaban las ideas viejunas y las necesidades de un cuerpo activo y lozano con su tableta a lo 300. Aunque creo que Joaquín Reyes invirtió el concepto para encontrar la comicidad, como eso que dijo Marx de Hegel en relación a la dialéctica. La figura que nos representa: cabeza de joven y cuerpo de viejo. Somos tan pobres que sólo tenemos un cuerpo que se aja, que no conseguirá la esbeltez deseada si no es con la ayuda del bisturí y la facilidad quirúrgica para cambiar.
El discurso del entretenimiento se hace más poderoso cada vez que depreda a músicos, a escritores, actores para coserles en la ropa un logo, para estamparles en su arte el sello de vendido. Y si nuestros héroes lo permiten ¿por qué no vamos a balbucear criterios estilísticos que darían para otra distinción bourdieuana pero con más bipolaridad y más discos? La contracultura hace tiempo que se convirtió en un negocio rentabilísimo. Dirían aún más: es el más rentable. ¿Luchar contra el entretenimiento? ¿Quién le dice no a David Simon, quién no se lee Homicidio y saca unas conclusiones firmes sobre el crimen y el periodismo? ¿Quién le dice al actor consagrado en película realista y comprometida que no se eche a los brazos de Lancome? ¿Quién se niega a reconocer que la mediatización conforma públicos entrenados como el del club de la comedia (o Sálvame) que responde como los chuchos de Pavlov—tan mentados para cualquier cosa— a cada uno de los chistes con la consabida risa? ¿Por qué no va a contratar una gran empresa como Intel al músico negro Will.I.am —Black eyed peas— como nuevo director creativo de la empresa?
En occidente y —a partir de ahora— en cualquier lugar donde el hiperconsumo se ha hecho fuerte y se ha bebido y roto las botellas de las culturas autóctonas (el occidente simbólico y aculturado) cual hooligan de visita en la ciudad, el adolescente es el que manda. La mayoría de los productos están dirigidos hacia esa cota de edad. Y en el próximo star system, que será el porno, las maduritas —mlfs— son aquellas actrices con treinta años cumplidos. La precocidad se premia con el asombro repetido ante niños predicadores, niñas bailarinas o shirleytemple del reality. Ese es el modelo: ser un niño colmado de juguetes que se dedique a jugar y a pagar por jugar.
Por eso, queridos niños, queridas niñas, hagamos lo que más nos cuesta. No nos acomodemos. Regresad al silencio y a lo difícil. El mal aguarda en el facilísimo, en todo lo que nos invita a relajarnos y dejarnos llevar, en buscar en el google e impedir que la opción que nos ofrece —aunque sea la que buscamos— sea seleccionada (esta insurrecta propuesta de seguro se verá por los muy concientizados activistas como burda, lo sé). Evitar todo lo fácil y regresar a las cosas que se gastan con el uso; o aburrirse durante horas. No hacer nada. Y el desierto de estímulos, en la franja de Gaza del puro tiempo que pasa sin más, ahí: pensaremos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario