Me arrodillo, señora, por la crin de la lluvia
y atado a tu cadena, señora, me arrodillo
rabiando como un perro sarnoso ante la rubia
brillantez malhechora del filo del cuchillo.
En el sótano un negro reguero de saliva
y mi cuerpo es un trémulo temblor de gineceo.
Aquí me quedo quieto, señora, boca arriba
tiritando de frío, de miedo y de deseo.
Hendida está mi sangre de pájaros y peces
y por eso es mi sangre el tributo que te ofrezco
y por eso te ofrezco mi sangre y la mereces
y por eso me clavas tu lengua y la merezco.
Tu látigo y tus botas, tu máscara de cuero,
los trenes subterráneos incendiando tus dientes,
el escozor y el ansia de ser tu cenicero
desnudo antes unas uñas bellacas y estridentes.
Mi glándula, mi diosa, mi señora, mi dueña,
el gran poder de Venus en su extraña armadura.
Qué minúscula euforia, qué dicha tan pequeña
la de sentir tus dedos hurgando en mi asadura
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