David Franco Monthiel
Poseemos una memoria relacionada con el circo. Las carpas, el olor de los animales, el brillo de los artistas bajo los focos, la voz impostada de presentador, las entradas que repartían en los colegios y aquella forma tan insistente de convencer a nuestro padres para ir a la función. En estos últimos tiempos, de crisis para los artistas itinerantes de caravanas, se ha intentado dar un matiz culturalista al espectáculo circense. Basta ver la gira de un famoso músico, algo divo en sus despedidas, en la que incorporaba todo un espectáculo de freaks, tragasables y demás gremio. La obra que nos presenta la compañía Circo Efímero no desestima la carpa, que es oriental, pero si desecha a los animales y plantea un espectáculo basado en las acrobacias, los malabarismos y una puesta en escena sencilla. El maestro de ceremonias nos relata un viaje en el que encuentra a artistas y fenómenos, que bien podían ser genios callejeros de ese noble arte de hacer la realidad de las ciudades más amena.
El Circo efímero, de efímeras sus estrellas pues quizás nunca más las veamos, llega al Fit como si lo hiciera a la plaza de un pueblo. Su espectáculo total, como decimos, no cuenta con animales, ni domadores, ni mujeres barbudas. Consta de una hermosa y pizpireta mujer araña que se desliza por la larga cortina colgada como un sublime animal que ha caído en la trampa, de las destreza de dos árabes con las pelotas, las mazas y de un trapecio en el que se admira la suprema fuerza del trapecista en la extraña danza de apareamiento de los mojinba. Salpicado de ese humor socarrón de los payasos, de la gestualidad mil veces repetida en la pista pero mil veces provocadora de sonrisas cómplices, el Circo Efímero cumple con sus humildes expectativas de artistas itinerantes: pasa un buen rato, ya sea en un festival de teatro que en una plaza céntrica de una ciudad. Acompañan el acordeón y el saxo soplado de tristeza, dotando a la obra de la melancolía de las carpas y el serrín, tan diferentes de los soplidos de los saxofones negros, que hablan de rabia y orgullo.
En estos tiempos de risas enlatadas, de gags repetidos, de chistes guiados y de humor planificado, es gratificante dejarse llevar por la vieja fórmula circense, sentirse un poco niños y admirar con la boca abierta cómo surcan la noche del Fit unas mazas que recogen manos diestras, cómo nos hace sonreír una actitud sobreactuada de los artistas con esa sencillez de los viejos circos. Este circo sin ligre, sin carpa en telegrafía sin hilos, intenta la recuperación del circo como espectáculo, sin esa dosis intelectualoide que a algunos otros resulta, como nuevas formas de entretenimiento. Un espectáculo que termina, que es efímero, que vuela, nos hace admirarnos y desaparece dejándonos embrujados por un momento
Poseemos una memoria relacionada con el circo. Las carpas, el olor de los animales, el brillo de los artistas bajo los focos, la voz impostada de presentador, las entradas que repartían en los colegios y aquella forma tan insistente de convencer a nuestro padres para ir a la función. En estos últimos tiempos, de crisis para los artistas itinerantes de caravanas, se ha intentado dar un matiz culturalista al espectáculo circense. Basta ver la gira de un famoso músico, algo divo en sus despedidas, en la que incorporaba todo un espectáculo de freaks, tragasables y demás gremio. La obra que nos presenta la compañía Circo Efímero no desestima la carpa, que es oriental, pero si desecha a los animales y plantea un espectáculo basado en las acrobacias, los malabarismos y una puesta en escena sencilla. El maestro de ceremonias nos relata un viaje en el que encuentra a artistas y fenómenos, que bien podían ser genios callejeros de ese noble arte de hacer la realidad de las ciudades más amena.
El Circo efímero, de efímeras sus estrellas pues quizás nunca más las veamos, llega al Fit como si lo hiciera a la plaza de un pueblo. Su espectáculo total, como decimos, no cuenta con animales, ni domadores, ni mujeres barbudas. Consta de una hermosa y pizpireta mujer araña que se desliza por la larga cortina colgada como un sublime animal que ha caído en la trampa, de las destreza de dos árabes con las pelotas, las mazas y de un trapecio en el que se admira la suprema fuerza del trapecista en la extraña danza de apareamiento de los mojinba. Salpicado de ese humor socarrón de los payasos, de la gestualidad mil veces repetida en la pista pero mil veces provocadora de sonrisas cómplices, el Circo Efímero cumple con sus humildes expectativas de artistas itinerantes: pasa un buen rato, ya sea en un festival de teatro que en una plaza céntrica de una ciudad. Acompañan el acordeón y el saxo soplado de tristeza, dotando a la obra de la melancolía de las carpas y el serrín, tan diferentes de los soplidos de los saxofones negros, que hablan de rabia y orgullo.
En estos tiempos de risas enlatadas, de gags repetidos, de chistes guiados y de humor planificado, es gratificante dejarse llevar por la vieja fórmula circense, sentirse un poco niños y admirar con la boca abierta cómo surcan la noche del Fit unas mazas que recogen manos diestras, cómo nos hace sonreír una actitud sobreactuada de los artistas con esa sencillez de los viejos circos. Este circo sin ligre, sin carpa en telegrafía sin hilos, intenta la recuperación del circo como espectáculo, sin esa dosis intelectualoide que a algunos otros resulta, como nuevas formas de entretenimiento. Un espectáculo que termina, que es efímero, que vuela, nos hace admirarnos y desaparece dejándonos embrujados por un momento
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