Moscú, 1955
Hoy sé que diez años hace que espero un tren
de regreso a Varsovia, camarada Dzerzhinski.
En París, la tragedia ensayaba nuestra coda
en cada esquina, en cada calle, en cada canción.
Pero, todas las noches, nuestro hermoso concierto
rompía el silencio del ajedrez
ciego que es la guerra y el espionaje.
Aquellas partituras ganarían trincheras.
Serían el secreto preludio de Stalingrado:
Madrugada del domingo 22 de junio de 1941.
Y Moscú recibió al Gran Jefe.
Fue entonces, tras los honores del regreso,
la hora del engranaje que tanto armamos.
Nuestra devastadora música ahora era ruido.
Los fuegos de octubre fueron cenizas en los ojos.
Camarada: vino la larga noche, nos comió el frío,
la niebla, caímos en la sucia mandíbula
desde la que veíamos la estepa
como largos años que hurgan en el sueño.
Fue la lentitud para los irrecuperables,
aquellos que compadecen los muertos por vivos
y purgados en nuestra mazmorra, camarada.
No hubo paredón ni doce hombres
sino diez años de epitafio en sombra.
Hoy de la Lubyanka resurjo y cruzo la plaza
del devoto caballero del proletariado.
Mi sombra se recorta ante el ocaso de un tiempo
que es, como tu vida, un poema oscuro.
Será el deshielo de nuestros rostros un mañana
de caballo muerto a la deriva en la sangre
de los que trotan hacia el alba en venta
de un sepulcro sin culpa, camarada.
Sé que romperá el alba sin rastro de nosotros,
acordes perdidos de aquel concierto heroico.
Hoy pienso en los diez años que esperé
un tren que me llevara de París a Varsovia,
camarada Dzerzhinski. Un tren. Diez años.
Y es que a veces los trenes se retrasan.
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