17 agosto 2005

La magia de la camiseta



Allí donde el recuerdo propio es una escasa percepción, un olor impreciso y una imagen reconstruida por los relatos de papá y mamá delante de fotografías antiguas. Allí, tan lejos ya y tan constructo que levantamos en la memoria. Fue un verano del que quedan pocas cosas, esquirlas de un paraíso soleado, fotografías de unos niños sonriendo en mitad de una duna, chapoteos en la orilla, y una camiseta que conservo como recuerdo de un cuerpo que se ha ajado con los años.
Solíamos escaparnos a la playa, cuando aún no era destino turístico, con la familia de Manolito. Entre mi familia y la suya existían vínculos muy cercanos. Mi madre era la mejor amiga de su madre y su padre era el mejor amigo de mi padre. Se conocieron en las fiestas del pueblo donde ellas vivían y a la que ellos acudían religiosamente en la vespa de mi padre. Las familias se consolidaron y pronto los hijos llegaron.
Así que Manuela y Salva eran como unos segundos progenitores con los que convivía en la playa. En un alarde de catastrofismo infantil, imaginaba que si a mis padres les ocurría algo tendría la seguridad de ser acogido en una familia de confianza. El único inconveniente era que podían reñirme si me alejaba en el mar o jugueteaba con cerillas. La cara de esta moneda estaba en que también podían prepararme una merienda o quererme. Esto hecho, en ocasiones, producía un campo de actuación muy controlado para un niño, que nosotros nos escabullíamos como podíamos con una serie de despistes y vergüenzas de pega.
Acampados en una playa salvaje de dunas gigantescas por las que lanzarse, con un pinar para las aventuras de vaqueros y un extenso litoral rocoso por el que mariscar vivimos noches de hogueras y radiocasette con extrañas y sinuosas músicas que nos invitaban a danzar enloquecidos, conversaciones en las que sólo éramos un oído ávido y en la que las partes del diálogo se salpicaban con delirantes carcajadas. Un lugar en el que el vestuario se reducía al bañador y al chándal para dormir, donde las noches eran un rumor de mar. Y, por supuesto, mi camiseta de tirantes de Hulk.

La hermana de Manolito, en ese ambiente de comuna familiar, también era considerada como la mía. Los tres habíamos crecidos juntos, compartido juguetes y pañales. Ella era tres mayor años que Manolito y yo, así que fuimos sus pequeños muñequitos de carne y hueso que cuidar, pasear y dar de comer.
Por ese tiempo ella tenía doce o trece años, pero las edades se diluían en aquel paisaje de sol, acampada y arena. Nunca vimos en ella ningún síntoma externo de que crecía una mujer en su bronceado cuerpo. Tampoco sabíamos nada sobre las mujeres. Ella me preguntaba por la bestia verde que aparecía en la camiseta que llevaba siempre puesta cuando caía la tarde. “¿Quién es ese?” e inmediatamente observaba a la monstruosa criatura con una mezcla de curiosidad y miedo. “La masa. Un superhéroe. Aunque mi padre dice que es un tipo listo que se convierte en bestia.
Una tarde, sentados al borde de una larga franja de viejo asfalto que llamaban carretera, esperábamos a que el viejo renault cinco de los padres volvieran del pueblo con la merienda, un paquete de bollos y dulces. El crepúsculo. La tarde estaba cayendo y en la playa sólo estábamos nosotros todavía en bañador y el crepúsculo. Las madres preparaban el café en un hornillo de bombona azul y compartían cigarrillos. Manolito hurgaba en el rancho de pescados que su padre había pescado con su fusil (y su destreza como submarinista). Les abría la boca con el dedo y les daba una vocecita.
Un coche avanzaba lentamente por la carretera, un tramo de asfalto desvaído y con baches, como si estuviera buscando a alguien por la desierta playa. Llevábamos una semana sin ver a nadie ajeno a nuestra gran familia y aquello nos extrañó un poco. Se estacionó a un lado de la carretera, a unos metros de nosotros. Se apearon un hombre con bigote, abundante pelo en el pecho y bañador negro, y una mujer rubia con los hombros enrojecidos. De la parte trasera salieron dos niños rubios y mayores que nosotros. Ella los observó con el interés de una muchacha ante el la belleza exótica del desconocido. A medida de que se iban acercando, ella se cruzó de brazos y cambió de actitud como si estuviera a punto de avergonzarse o a hacerle una pregunta que no sabía responder. Me pidió la camiseta de tirantes de Hulk que tanto me gustaba ponerme. "Pero qué dices, si no hace frío, todavía estamos en bañador", alegué. Ella insistió con un tono de preocupación inocente.
Mientras me tiraba de la camiseta, lanzaba unas miradas a la familia que se acercaba. "Déjamela, venga, que se acercan". Como si cumpliera un caprichoso deseo, con esa mezcla de perplejidad y desidia, me quité la camiseta creyendo que así dejaría de actuar así. Se la alargué con un aire de indiferencia y ella se la puso.

Y le aparecieron.­

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Buenos días,bonito relato que ya leí varias veces,al añadirle el 'le'(O.i.)evita confusiones sobre que exactamente fue lo que apareció,ya sabes que en mi caso fue un equívoco lo que yo pensé,sobre tonteo y otras tonterías como coquetería barata como bien dijiste,aunque cada individuo que lea ese mágico texto le apareceran sensaciones que quizás al caso no tenga nada que ver con lo que ella sintió en ese momento y no por ello deja de ser válido.Ella sintió vergüenza,y él...quizás pudo desearla en ese momento,su camiseta había dejado al descubierto que ella había cambiado.Bueno ya no tengo que hacer más declaraciones,asi que me voy,que estés bien,y en otro moment seguiré escribiendote pamplinas.Besos

totito dijo...

David mu bonito, el que más o el que menos a tenido uan camiseta del hombremasa o de los cazafantasmas.
Pero ¿qué le aparecieron?