El regreso al mar que nos impresionó en el majestuoso temporal o en su milenaria calma, a veces no es fácil. Las orillas lamen los pies del que regresa con ese deseo de aliviar los pasos que lo separaron de la arena hollada y que en la inexorable ola fueron borradas por la marea del tiempo. Pero el retorno de Rosa Clares al Mediterráneo, a un lugar donde quizá fue feliz, no adolece de viejos equipajes, ni de restos de un naufragio. El regreso se acompaña de una exposición de su obra en el Castillo de Santa Ana. Una exposición, “Castillos de agua”, que nos habla de su vida atravesada, empapada por ese feroz y hermoso océano que es el Atlántico.
Escribía John Berger que la vista es una capacidad que introduce en nuestra vida un sinfín de complicaciones. (...) A través de este régimen de visión construimos nuestro modo de ver, la forma en que elaboramos las imágenes de las cosas que nos rodean, por tanto toda imagen posee un componente de subjetividad del individuo que la produce. La obra de Rosa Clares es una forma de ver el mundo. De modelar el mundo. De labrar una realidad de elemental greda.
Varios son los elementos del lenguaje artístico de Rosa. Uno, recordando aquello de que el pasado es arcilla que el presente labra a su antojo, se manifiesta cuando lo pretérito se transmuta en presente desde la imbricación histórica y artística. Así como se aprovechaban los sillares romanos para construir nuevas hogares, así como las mezquitas se conquistaron en catedrales, Rosa utiliza trozos de historia encontradas en el mar para, a partir de ahí, cimentar algunas de sus obras.
Otro componente, siguiendo una metafísica del barro, tan antigua como el génesis mítico que nos ha legado el judeocristianismo, es una suerte de población interna, una alada ciudadanía que habita de la piel para dentro. De las manos brotan ángeles, ángeles de barro. Los ángeles sobre el cielo de Berlín o sobre el cielo de Roquetas de Mar.
Los otros elementos se conforman en una mixtura de temas y propósitos. A través de los esmaltes, los azulejos, las lacas, Rosa desgrana sus inquietudes que van desde el humilde vaso donde beber hasta las botellas para contener la nada que beben los saciados y los platos esmaltados de un festín imposible y extravagante. Además, Rosa trata los desencuentros en el espacio y el tiempo como pequeños guijarros de realidad: amantes enmarcados que se rozan las manos con levedad y desesperación, trepadores (vívida metáfora de esa ecuación de economía y policía), el hombre mariposa, una suerte de superhéroe de esos que nos llaman la atención no por sus virtudes sino por su caída al abismo, y el hombre pegado al mundo, visión desesperanzada de la asfixia cotidiana.
Disfrutemos de los viejos arcanos del barro, tan cercanos a la curiosidad, el ansia y los anhelos humanos entrando en estos “Castillos de agua” de Rosa Clares por su pequeña puerta líquida; recorramos sus salados corredores, sus húmedas salas de conchas y alga y llenémonos los ojos de fresca espuma con las obras de Rosa. Castillos, al fin, levantados con material coralino, con sueños y cimentado en un viejo mar Mediterráneo y un histórico océano Atlántico.
Escribía John Berger que la vista es una capacidad que introduce en nuestra vida un sinfín de complicaciones. (...) A través de este régimen de visión construimos nuestro modo de ver, la forma en que elaboramos las imágenes de las cosas que nos rodean, por tanto toda imagen posee un componente de subjetividad del individuo que la produce. La obra de Rosa Clares es una forma de ver el mundo. De modelar el mundo. De labrar una realidad de elemental greda.
Varios son los elementos del lenguaje artístico de Rosa. Uno, recordando aquello de que el pasado es arcilla que el presente labra a su antojo, se manifiesta cuando lo pretérito se transmuta en presente desde la imbricación histórica y artística. Así como se aprovechaban los sillares romanos para construir nuevas hogares, así como las mezquitas se conquistaron en catedrales, Rosa utiliza trozos de historia encontradas en el mar para, a partir de ahí, cimentar algunas de sus obras.
Otro componente, siguiendo una metafísica del barro, tan antigua como el génesis mítico que nos ha legado el judeocristianismo, es una suerte de población interna, una alada ciudadanía que habita de la piel para dentro. De las manos brotan ángeles, ángeles de barro. Los ángeles sobre el cielo de Berlín o sobre el cielo de Roquetas de Mar.
Los otros elementos se conforman en una mixtura de temas y propósitos. A través de los esmaltes, los azulejos, las lacas, Rosa desgrana sus inquietudes que van desde el humilde vaso donde beber hasta las botellas para contener la nada que beben los saciados y los platos esmaltados de un festín imposible y extravagante. Además, Rosa trata los desencuentros en el espacio y el tiempo como pequeños guijarros de realidad: amantes enmarcados que se rozan las manos con levedad y desesperación, trepadores (vívida metáfora de esa ecuación de economía y policía), el hombre mariposa, una suerte de superhéroe de esos que nos llaman la atención no por sus virtudes sino por su caída al abismo, y el hombre pegado al mundo, visión desesperanzada de la asfixia cotidiana.
Disfrutemos de los viejos arcanos del barro, tan cercanos a la curiosidad, el ansia y los anhelos humanos entrando en estos “Castillos de agua” de Rosa Clares por su pequeña puerta líquida; recorramos sus salados corredores, sus húmedas salas de conchas y alga y llenémonos los ojos de fresca espuma con las obras de Rosa. Castillos, al fin, levantados con material coralino, con sueños y cimentado en un viejo mar Mediterráneo y un histórico océano Atlántico.
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